Desde el primer día que empecé a trabajar, un mensaje me fue martillado sin descanso en el cerebro por mis superiores:
“El jefe es el que manda y el subordinado obedece. Si el jefe de equivoca, simplemente vuelve a mandar…”
La frase va mucho más allá de un simple atributo -o abuso- de autoridad e implica algo más oscuro: la facultad de ese jefe de endilgar la culpa de sus fallas a quienes ejecutan sus instrucciones. En caso de un yerro, ese jefe salva el pellejo y los subalternos pagan los platos rotos. Así ha funcionado y así funciona.
No escapa el quehacer público de esa visión, lo que conduce a una pregunta obligada en el escabroso terreno en el cual se mueve hoy el gobierno federal: ¿De quién o de quiénes serán las cabezas que rodarán por la camada de tropiezos que sufre la administración de Enrique Peña Nieto, en prácticamente todos los terrenos de la vida nacional?
Nadie puede objetar que la mayor crisis que registra en estos momentos el mandato presidencial es el que tiene origen en Iguala, pero también nadie puede negar que ese conflicto es, aunque suene mal, uno más en la lista de dificultades que sufre el país. No se debe polarizar el presente y futuro de la nación por esa tragedia, porque al lado de ella caminan problemas tan graves como el de los normalistas de Ayotzinapa.
Sólo lance un vistazo al entorno económico y social mexicano.
En el renglón de empleo, se pierde a diario el doble de espacios laborales que los que se generan; en materia de seguridad pública, la violencia delincuencial no sólo no ha disminuido sino que empieza a repuntar en lugares donde presumiblemente se había reducido; la inversión privada está focalizada en los súper consorcios, mientras la micro y pequeña empresa naufragan y se empequeñecen al nivel de changarros; el pago de impuestos se ha cebado en los escalones inferiores de los contribuyentes hasta convertirse en una pesadilla; la velocidad del dinero se encuentra estancada por una visión chaparra sobre el flujo de capitales que mantiene la economía de estados y municipios en el filo de la navaja y la obra pública brilla en discursos pero no se aprecia en los hechos. Se requiere espíritu de mártir para continuar citando este tipo de malos ejemplos, porque duelen en el bolsillo y duelen en el ánimo.
Insisto: Alguien o algunos tienen que pagar por esta debacle económica que atenaza a la República entera.
¿Será el Secretario de Gobernación, Miguel Angel Osorio?… ¿Tal vez podría ser el Secretario de Hacienda, Luis Videgaray?… ¿Por ventura ese destino le espera al Procurador General, Jesús Murillo?
Si lo anterior le parece un desvarío, porque todos los personajes mencionados son pulgares o índices de las manos presidenciales y por lo tanto beneficiados con el blindaje de los afectos y la amistad peñista, sólo recuerde un factor importante. Medular para el propio Enrique Peña Nieto, aunque éste no quiera reconocerlo en público.
Si el Presidente no arma una réplica política del coliseo romano y ofrece carne ajena para los leones, él será, como ya está sucediendo, quien enfrente la ira y sed de sangre -simbólica desde luego- de los ciudadanos. De él será, más allá de la farsa de Andrés Manuel López Obrador, la cabeza que exija la sociedad.
¿Estará dispuesto a enfrentar ese destino?…
PACTOS
Se quedó corto el Obispo de Victoria, Antonio González Sánchez.
Ayer, fustigó a los pactos de seguridad porque en su opinión no ayudan a rescatar el orden. ¿De qué han servido?… preguntó.
En realidad no es sólo la seguridad. Se han firmado pactos para fomentar el empleo, para combatir al hambre, para la educación, para la producción, para frenar la carestía, por la urbanidad política, de civilidad electoral y de no sé cuantos escenarios más y todos han servido para tres cosas: Para nada, para nada y para pura… luego le platico el final.
Sí, se quedó corto Don Antonio…
Twitter: @LABERINTOS_HOY