El sistema político mexicano hace agua por todas partes y la cara más visible de esa crisis es la tormenta financiera que vive el país.
De tal modo se ha roto la dinámica económica entre Federación, entidades y municipios, que en el cierre del 2016 atestiguamos un espectáculo grotesco: estados completos paralizados por falta de recursos, ayuntamientos que no tienen ni para pagar la energía eléctrica, policías y maestros sin paga, y lo más grave, un gobierno federal que a tumbos camina hacia el 2018 con la mirada puesta únicamente en sobrevivir, porque la capacidad nunca le dio para más.
Un recuento rápido de ejemplos:
El más claro es Veracruz, donde desde hace un par de semanas, los alcaldes “tomaron” el Palacio de Gobierno y la casa del Gobernador para exigir que la
Secretaría de Finanzas les deposite las participaciones necesarias para que sus ayuntamientos puedan operar.
Eso no va a ocurrir porque Javier Duarte tomó la hacienda estatal como su caja fuerte personal; vació las arcas veracruzanas para adquirir un emporio inmobiliario que envidiaría cualquiera de los millonarios reconocidos cada año por Forbes.
En Chihuahua pasó algo similar con el otro Duarte. César también se llenó las bolsas con el erario público; lo mismo que Roberto Borge en Quintana Roo y Guillermo Padrés en Sonora.
En ninguna de estas cuatro entidades funcionó ninguno de los mecanismos diseñados para que gobiernos locales y municipales tengan viabilidad económica. Están quebrados. Y lo peor: tampoco sirvieron de nada los procesos de auditoría y fiscalización con los que supuestamente contamos para evitar desfalcos a la hacienda pública.
Resulta vergonzoso que tres de los cuatro mandatarios hayan logrado terminar sus administraciones sin que nadie en el gobierno federal encendiera un foco rojo sobre lo que ahí ocurría, y en el caso de Veracruz -el más escandaloso- hayan tardado tanto en tomar medidas, que le dieron tiempo al gobernador interino para que le prestara un helicóptero a su antecesor y éste se fugara con rumbo desconocido.
El problema es que este tipo de conductas han dejado de ser excepciones para convertirse en la regla.
Tamaulipas no es la excepción.
Vuelan denuncias de corrupción y desvíos financieros en la mayoría de los municipios de la entidad, sin que hasta la fecha haya un solo proceso abierto al respecto.
Nadie en su sano juicio descartaría que tanto ex alcaldes como ex funcionarios estatales hayan robado dinero público.
La consecuencia es obvia: los 43 gobiernos municipales batallan para cerrar el año, y el mismo gobierno del estado ha advertido las dificultades que tendrá incluso para completar la nómina y los aguinaldos de la burocracia.
La gravedad del asunto radica en que los alcaldes que ahora se quejan de que no les dejaron nada en la caja, son los mismos que serán señalados por quienes los sucedan. Es una cadena que cada vez parece más difícil de romper, mientras Tamaulipas padece un estancamiento que se traduce en menor calidad de vida para sus habitantes.
Es el sistema el que no funciona. La corrupción lo ha infectado y eso es muy delicado.