El general De Gaulle exclamó alguna vez: ¡nada importante se ha hecho en la historia sin el concurso del ejército! Pensaba en el rosario de guerras nacionales, civiles y coloniales que determinaron la conformación de los Estados y los imperios. Soslayaba sin embargo, la disciplina de esas fuerzas y el papel preponderante que tuvieron los estadistas y los parlamentos en la conducción de las operaciones.
Nuestras grandes conmociones tuvieron como jefes a civiles que encabezaron ejércitos populares y dieron el triunfo a las causas libertarias. Los cuerpos militares se mantuvieron dispersos bajo la égida de caudillos hasta su reunificación durante el Porfiriato. La felonía de Victoriano Huerta contra Madero desató el proceso revolucionario que dio origen a un sinnúmero de movimientos armados, eficaces pero improvisados. El intento de sublevación de Adolfo de la Huerta al término del gobierno de Obregón, condujo al General Calles a una profunda reorganización del ejército que encomendó al General Joaquín Amaro, cuya obra se prolongó durante parte del Maximato. Después aparecieron la Marina y la Fuerza Aéreas que se unificaron en un comando único bajo el mando supremo del Presidente del República.
Semejante decisión nos distinguió nítidamente de los países de América Latina y fue una clave mayor de la estabilidad y el desarrollo de México. Una gran prueba para esta organización piramidal fue la llegada al poder de un presidente civil en 1946, cuando se empezaron a distinguir las funciones de las fuerzas armadas, acuarteladas en tiempos de paz, y los servicios de inteligencia, espionaje y represión que desembocarían más tarde en la Guerra Sucia auspiciada por el anticomunismo imperante. Comenzó la era del prestigio popular de los cuerpos castrenses, que se expresaba con entusiasta admiración en los desfiles del 16 de septiembre. Dentro de esos acuerdos se estableció la titularidad de la Secretaria de la Defensa para un militar, el “General secretario”, y también de la Secretaria de Marina para un almirante.
Estas fuerzas se acreditaron además por sus tareas a favor de la sociedad civil: desde el reparto agrario, hasta la distribución del libro de texto gratuito. Sin embargo la ambición política de algunos generales, principalmente Almazán y Henríquez Guzmán, amenazaron con la escisión del ejército, que finalmente no ocurrió. La clase dirigente acuñó un lema: “llegamos al poder por una revolución y no saldremos sino por otra”, lo que a su vez fortaleció tanto el presidencialismo, como el sistema de partido hegemónico.
Avance significativo en la institucionalización castrense fue sin duda la alternancia en el poder del año 2000. Representó por ello una barbaridad histórica que Calderón haya comprometido a las fuerzas armadas en la “Guerra contra el narcotráfico” para incluirnos, conforme al ASPAN y la Iniciativa Mérida, en una pieza del sistema de seguridad norteamericano. Llegó inclusive a meterse dentro de un uniforme, que, como todo, le quedaba grande. Habida cuenta de los resultados desastrosos de esta operación, es absurdo que el gobierno se empeñe en otorgar facultades abiertamente policiacas a las instituciones armadas, como moneda de cambio al gobierno de Trump para su apaciguamiento y la revisión del TLCAN.
Más pernicioso resulta que, bajo un pretexto fútil, se pretenda enfrentar al puntero de la carreara por la Presidencia de la República con el ejército. Las razones son varias: según distintos muestreos se ha comprobado que desde 1988 los soldados votan mayoritariamente por los candidatos progresistas. Implica también una insinuación falaz dirigida a los electores en el sentido de que el pacto de obediencia de los cuerpos militares al poder civil podría romperse con grave deterioro para la paz pública y el futuro democrático del país. Representa finalmente una insinuación peligrosa para el gobierno norteamericano en el sentido del “peligro” ya no solamente para México, sino para las relaciones bilaterales que pudiera significar la victoria electoral de un aspirante supuestamente divorciado de las instituciones armadas.
En la cercanía de las campañas electorales rumbo a 2018, el gobierno debiera serenar sus ánimos descalificatorios que pudieran conducirnos, bajo cualquier modalidad, a un golpe de fuerza. Habría que colocar en cambio el papel de las fuerzas armadas en el centro del debate político nacional.