Este viernes santo es un bello día espiritual y por lo tanto un mal día para hablar de política o de alguno de sus derivados.
Parodiando a Catón, prefiero hoy correr el riesgo de perder uno de mis tres lectores al no escribir sobre gobiernos, funcionarios públicos y demás fauna que compone ese pantanoso terreno.
Así que si me permite ocuparé este inmerecido espacio para una superficial recapitulación de lo que vivía años atrás como todos los católicos en la Semana Mayor, como también le llaman a estos días.
Las añoranzas fluyen naturales.
Recuerdo que la primera señal –entre otras– de que se avecinaba este período era –disculpe si cometo un error– la imposición de ceniza. Puedo ver claras en mi memoria aquellas larguísimas filas de creyentes para pasar al pie del altar y recibir el signo de la cruz, que no debía quitarse, decía mi abuela, hasta que fuera uno a la cama. A dormir, por supuesto.
En la calle, cafés y oficinas se encontraba siempre decenas de personas con la distinción de su fe en la frente. Desde hace años no veo escenas así.
Pero los jueves y viernes, cuando era ¿se acuerda? una ofensa divina comer carne roja, eran el centro de atención general. La visita de las siete casas –siete templos– era una costumbre que desde pequeño me inculcaron y conservé hasta los primeros días universitarios en Tampico, cuando la líbido hizo su efecto y le dio prioridad en mis hábitos a la playa y a las personitas que la adornaban y adornan. Usted debe imaginar a quiénes me refiero.
Y perdí otra bella tradición.
Los viernes en mi familia era considerado un pecado no asistir a la personificación de Jesús en su camino al Calvario, cuyo sacrificio valorábamos en nuestra mente infantil con sinceridad y derramábamos lágrimas auténticas por su sufrimiento.
Lo lamentable para su servidor es que ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tuve esa experiencia. Primero la diversión de los años jóvenes me la arrebató y después me alejó aún más el trabajo periodístico, el cual se pasa por el arco del triunfo los días feriados. Mis compañeros de oficio lo pueden confirmar.
No sé si a otros feligreses católicos les haya sucedido algo parecido o quizás yo sea una oveja negra que inicialmente se dejó seducir por el mundano jolgorio y después se dejó someter por la disciplina laboral, pero ofrezco un argumento como explicación a ese aparente abandono.
Al igual que mi adoración a Dios, mi religiosidad permanece intacta, pero por desgracia quienes la predican se han llevado entre las piernas mi credibilidad en los hombres de sotana.
He sido testigo, algunas veces cercano y muchas más a distancia, del declive moral de los representantes de mi Iglesia. Y no sabe cuánto lo lamento.
En lo personal y en mi profesión, he encontrado en el sacerdocio un hombre honesto en la entrega a su fe por cada diez que la han usado y usan todavía como trampolín para acumular bienes y hasta riquezas, para abusar de la confianza de padres y madres que les confían a sus hijos y para escalar jerarquías en el poder. Inclusive político.
No tiene caso citar malos ejemplos de lo anterior. Los casos que llegan hasta a las abominaciones han dejado atrás la discreción de parroquias y catedrales y son conocidos por el mundo entero.
Pero ¿sabe?… sigo siendo un creyente católico. Bebí esa fe desde la cuna y me acompañará hasta el fin de mis días, alimentada precisamente por ese uno de cada diez sacerdotes entregados a su tarea, que he tenido la fortuna de conocer.
Y eso es precisamente por lo que sigo, sobre otros credos respetables, alabando a las vírgenes y a los santos junto al Creador y su hijo Jesús.
Bendita Semana Santa. La he disfrutado -confieso– de mil maneras y externo mi eterna gratitud a Dios, por habérmelo permitido…
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