Para Fernando, su vida cambió por completo hace seis años y desde entonces sólo gasta el tiempo en dos cosas: trabajar sin descanso en la Ciudad de México para reunir dinero, y gastarlo centavo por centavo en encontrar a su hijo desaparecido en Tamaulipas.
Oriundo de la humilde región rural de Puebla, pertenece a una casta de campesinos que empujados por la necesidad, desde hace poco más de 20 años optaron por emigrar de manera ilegal a los Estados Unidos para conseguir una mejor calidad de vida y el sustento de toda su familia.
Delaware, un pequeño estado, perteneciente a las emblemáticas trece colonias que formaron al Estados Unidos del presente, era el refugio de Fernando; sus amigos y familiares llegaban desde sus lugares de origen para trabajar en distintas actividades, principalmente agrícolas y de transporte.
La ruta era peligrosa pero bien conocida: llegar hasta Nogales Sonora, contactar a un pollero, cruzar la frontera de manera ilegal y así entrar al territorio de Arizona.
Por muchos años fue su ruta predilecta y la de muchas personas más. Miles de paisanos arriesgaron la vida para alcanzar el sueño americano que se truncó repentinamente con el endurecimiento de las políticas migratorias en el gobierno de George W. Bush y la movilidad policiaca de los Sheriff en Arizona que también continuarían en la gestión de Barack Obama.
Pareciera irónico que el recrudecimiento de la violencia en México, nunca ha representado un obstáculo para alcanzar el “sueño americano”: “Algún precio se tiene que pagar”, lo afirma Fernando mientras termina una de sus labores diarias como portero de un edificio.
La vida en la capital de México es tediosa. Millones de personas pierden horas valiosas de su vida mientras se transportan de un extremo a otro por las principales arterias de la ciudad, que diariamente también colapsan ante cualquier imprevisto. Un trabajo que exije más de las ocho horas laborales, les impide tener un momento de reposo, ni siquiera es posible acceder a un lugar digno para recuperarse de la fatiga.
Tanto él como el resto de sus compañeros optan por dormir en un pequeño espacio con dos literas que se las turnan, al igual que los guardias , para proteger las decenas de coches propiedad de los inquilinos.
Entre estacionarlos, lavarlos y hacer otros servicios adicionales suman a su sueldo un jugoso botín de propinas que al llegar la quincena les permite salir y tomar unos días de descanso. Porque más de 15 días seguidos de mal dormir, mal comer y el encierro, pocos lo toleran.
Pero Fernando ni en sus días libres descansa. Ya son seis años de que busca a su hijo que ante la dificultad de cruzar por Sonora, cambió su ruta para cruzar de manera ilegal la frontera de México con Estados Unidos.
“Papá en Nogales ya no podemos cruzar, la migra te agarra de volada”, le dijo por teléfono su hijo “pero tengo un cuate que me invita a Reynosa, allá la cosa está más fácil”.
Esa fue la última vez que Fernando supo de su hijo y el inicio de una pesadilla de la que aún no despierta.
Su hijo desapareció y su amigo también cuando viajaban de Monterrey a Reynosa, destino al que nunca llegaron.
“Parecía que se lo hubiera tragado la tierra”, aseguró.
Pero la angustia de no saber su paradero fue sólo el inicio. Semanas después y luego de dos viajes en los que presentó la denuncia (los dos a Ciudad Victoria), un día recibió una llamada su teléfono celular.
“Tenemos a tu hijo”, le dijeron en cuanto contestó “Tienes que pagar 100 mil pesos para que lo vuelvas a ver o si no lo matamos”.
La angustia de Fernando se convirtió en una tremenda desesperación y la ansiedad por conseguir el monto total terminaron por enfermarlo de diabetes, pese a su complexión delgada y su estilo de vida propio de un obrero que trabaja de sol a sol.
De sus ahorros que guardaba para su retiro, tomó los cien mil pesos para pagar el rescate de su hijo, acción que terminaría por dejarlo en la miseria, sin su familia y lo más doloroso: con la incertidumbre sobre el paradero de su hijo.
“Después de pagar nunca me volvieron a llamar aunque marqué muchas veces al número que después la operadora me indicaba era de una cuenta desactivada”.
“Entonces opté por ir a Victoria lo más que pude. Fue antes del 2013 y me la pasaba días en la Procuraduría General de Justicia y el Ministerio Público”, dice Fernando mientras sostiene un cigarrillo “cada uno de los funcionarios que me atendió me pedía un pago mínimo de tres mil pesos supuestamente para los costos de operación y de gasolina”.
Fueron dos años en los que el oriundo de Puebla gastó su dinero y su vida en localizar a su hijo sin éxito alguno. Su desesperación y la presión de sus familiares aumentaron al punto de que su esposa decidió abandonarlo.
Fue hasta 2013 que en una de sus visitas a Ciudad Victoria recibiría la trágica noticia. Después de “meticulosos” análisis por parte del equipo forense a uno de los cuerpos localizados en las fosas de San Fernando en 2011, los resultados confirmaban la muerte de su primogénito.
Con la confirmación del deceso, Fernando inició los trámites para recibir el cuerpo de su hijo, otra demora que duró un par de meses con el peor dolor que jamás había sufrido en la vida.
Por fin llegó el día y ya un poco más resignado, Fernando decidió dar cristiana sepultura a su hijo. Pese a las recomendaciones que se le dieron al tratarse de un cuerpo en descomposición, decidió abrir el féretro para verlo por última vez.
“Y ahí fue cuando todo cambió para vivir en una total incertidumbre”. El féretro de su hijo no tenía otra cosa más que piedras y arena.
Los documentos se encontraban firmados con la confirmación de la muerte “Pero a mí me cayó el veinte de que las autoridades nunca me dirían dónde está mi hijo, sólo tenía un féretro lleno de tierra”.
“¿Qué le iba a decir yo a su mamá?” lo dice con la mirada perdida de una persona que ha vivido la peor de las adversidades.
La incompetencia de los ministerios públicos, la falta de atención en las instituciones gubernamentales que se dedican a la atención de víctimas y la esperanza que le daba el recibir un féretro lleno de piedras y arena, le dieron a Fernando el ánimo de buscar a su hijo por otros medios.
“En un sueño él me habló y me dijo que se encontraba bien, pero necesitaba que yo lo rescatara”.
Así que decidió por usar otros métodos “alternos”; como la brujería para llenar el vacío que le dejó la desaparición de su hijo.
“Gracias al trabajo de varias brujas y a una red de contactos que tengo en Tamaulipas poco a poco voy tomando pistas para saber el paradero de mi hijo”, lo dice mientras sostiene un periódico que anuncia un operativo que liberó a 30 inmigrantes en una casa de seguridad en Reynosa.
“Uno de ellos me dijo que vio a mijo y en las cartas me dicen que pronto lo encontraré, que es cuestión de tiempo”.
Es la historia y las palabras de una de las víctimas de la violencia que ha flagelado al Estado durante años.
Es una más de las miles de las historias en el estado que más desapariciones registra en todo México. Que suman otras miles de historias más de familiares que los buscan sin recibir respuesta alguna sobre su paradero.
El gobierno en sus tres niveles hasta ahora intenta articular respuestas para atender a las víctimas del delito.
Recientemente un contingente de familiares de personas oriundas de Nuevo León y desaparecidas en Tamaulipas, exigieron investigar caso por caso y abrir las fosas comunes para volver a hacer pruebas de ADN.
Además de unirse a la petición que la CNDH hizo al Congreso de contemplar a las víctimas como prioridad en el uso de los recursos decomisados a la delincuencia organizada.
Pequeñas medidas ante un problema tan grande con miles de casos sin resolver pero que por lo menos serían un paliativo para la existencia atormentada de quienes están esperanzados en contrar a sus padres, hijos, hermanos o esposos.
Porque buscar a un desaparecido en Tamaulipas, como en el caso de Fernando, hasta ahora había sido más efectivo hacerlo por otros medios que por la vía institucional. Simplemente no había mecanismos de respuesta del Estado y en el entorno local apenas empiezan a activarse.
Esperemos que la voluntad política del actual gobierno logre concretar respuestas concretas a un problema que por su magnitud y gravedad, será tema permanente de una agenda pública que trascenderá los sexenios porque es la peor tragedia que le pudo ocurrir al país en las últimas décadas.