En el tema de las alianzas y coaliciones –disculpe que insista en el– como la que supuestamente podrían establecer en 2018 por la Presidencia del país los partidos Acción Nacional y de la Revolución Democrática, escenario planteado ayer en este espacio, un factor importante, vital, se quedó en la gaveta como requisito para aspirar a un triunfo.
Hasta ahora, esas sumas aparentes de ideologías nunca han logrado una victoria por la simple unión de siglas. La han alcanzado por el candidato o candidata que han postulado.
Un ejemplo cercano –en calidad, no en tiempo– es la coalición precisamente de Acción Nacional con el PRD, con la que Jorge Cárdenas González ofreció una durísima batalla al priísta Manuel Cavazos Lerma en 1992, en la primera elección a la gubernatura de Tamaulipas en donde el PRI tuvo a un competidor real y popular, que casi alcanzó los 300 mil votos y sólo fue dominado fuera de las urnas bajo la amenaza de ver en la cárcel a uno de sus hijos, acusado de la quema de un edificio que resguardaba documentos electorales y de agresión a medios de comunicación. Concretamente a gente de Televisa.
En otras palabras, sin el nombre y apellidos adecuados, los colores y membretes sirven para tres cosas: para nada, para nada y para pura… luego le digo.
En esas circunstancias, si se ponen sobre la mesa los aspirantes que respectivamente tienen ambos institutos, no veo a alguien de ellos que pueda ser el eslabón que una a dos fuerzas tan disparejas y hasta antagónicas como amarillos y azules. Simplemente no hay coincidencias.
En esa encrucijada, como dice un viejo refrán escolar y popular, se sube el cero y no contiene.
No veo a la figura perredista que tenga el carisma y el don de convencimiento para meterse en el ánimo de los panistas o en caso contrario no veo al panista que pueda hacer olvidar a los perredistas los agravios sufridos por sus ahora probables socios electorales.
En lo personal –y desde luego mi opinión no le quita el sueño a nadie– esa alianza está encaminada a morir antes de nacer…
Una vieja historia
El anuncio del gobierno estatal que pone bajo la lupa a alrededor de 10 mil concesionarios del transporte público en el sur de la Entidad, tiene una larga historia derivado de un viejo y viciado origen.
Se remonta a la década de los setenta del siglo pasado, cuando los líderes choferiles eran una especie de poder de facto que hacían y deshacían conforme a sus intereses. Imponían cuotas de pasaje, controlaban rutas y monopolizaban las concesiones a su antojo. Fue la época de oro para esa casta que empezó con Carlos Casanova Gastélum y terminó con Óscar Rangel, de Ciudad Madero, ya en la época americanista. Ambos se convirtieron en multimillonarios al llegar a acumular respectivamente más de 500 concesiones de los llamados en ese entonces “coches de ruta”, con las cuales lucraban impunemente al venderlas o traspasarlas ilegalmente sin que las autoridades movieran un dedo para impedir ese ilícito.
El problema es que esa especie de mafia pervivió durante muchos años y creó un imperio que todavía tiene lastres. Hasta hace poco seguían siendo comunes los paros de choferes y bloqueo de calles para exigir aumento en el costo de pasajes o lo que se les pegara en gana a sus líderes.
Si en realidad se aplica ese reordenamiento del transporte público en Tampico, Madero y Altamira, se estará escribiendo el epitafio de una de las épocas más negras de ese servicio.
Buena medida, sin lugar a dudas.
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