MÉXICO.- Hay un argumento empírico y definitivo para no caer en ese error. Aparte de las cuestiones éticas –no parece moral traer un niño al mundo por un motivo tan egoísta–, los datos estadísticos están en contra de esa estrategia. Y es que aquellos que han intentado salvar su relación a base de procrear suelen olvidar que tener un hijo es, entre otras cosas, una importante fuente de estrés.
De hecho, según un estudio reciente del Instituto Max Planck de Investigaciones Demográficas, en Rostock (Alemania), el descenso de bienestar vital durante el año siguiente al primer nacimiento es aún mayor que el causado por el desempleo, el divorcio o la muerte de un compañero. La razón es que la llegada de un niño al hogar altera completamente la forma en que se constituye la familia.
Como explica la antropóloga Martine Ségal en en su libro À qui appartiennent les enfants? (“¿A quién pertenecen los niños?”), la pareja deja de ser el centro de atención cuando un retoño viene al mundo. Los ritmos vitales se alteran en función del recién nacido, el ocio conyugal se reduce al mínimo, es fácil que alguno de los miembros se sienta afectivamente abandonado y surgen discusiones sobre el reparto del esfuerzo en el cuidado. Como cualquier situación de estrés, esto supone una prueba de pareja. Las que funcionan bien sobreviven a ese momento de tensión y acaban viviéndolo como estrés positivo. Las que ya fallaban se vienen abajo.
Con información de Muy Interesante.