Son las 20:00 hrs.
Por fin dejó de leer los escritos pendientes y alguno que otro autor clásico. Siento un leve dolor de cabeza porque se me olvidó comer el “tentempié” que según el endocrinólogo debo tomar por la hipoglucemia de hace varios años.
En un acto reflejo, tomo mi celular y le marco a mi hermano menor, el que nació 15 años después de mí. Ya es todo un hombre hecho y derecho, pienso. Con esposa, hijos y a nuestra madre a quien cuidar. Creo que ni cuenta me di de cuándo se hizo adulto. El tiempo pasa rápido, razono y más con la velocidad con que hoy vivimos.
Mi hermano me contesta con cierto desgano. Le cuestiono por qué la falta de entusiasmo y me dice que los días entre semana son pesados. “Ir al otro lado a dejar a mis hijos a la escuela y regresar a este lado, cansa”. De este lado hay poco negocio comparado con Brownsville desde hace varios años por tanta violencia que hubo”, me comenta fastidiado.
No le refuto, porque no tengo una respuesta que lo pueda sacar de su desgano. “¿Cuándo se nos extravió el país?”, me pregunto. “Cuando instituimos la sociedad de consumo en que hoy vivimos”, me contesto.
Tratando de desviar mi pensamiento hacia cosas más positivas, le invito a cenar fuera de casa. Inmediatamente me pregunta si considero que es seguro salir a esas horas. Le digo que si y que no podemos vivir aislados del mundo que nos rodea. “La vida tiene que seguir”, le digo mientras trato de convencerme de mi razonamiento.
A los pocos minutos paso por él. Bendigo que la ciudad sea pequeña y que no haya tráfico.
El carro que conduzco es de “bajo perfil” para no llamar la atención. ¿Dónde vamos a cenar? le digo. “No hay muchas opciones, ya cerraron muchos negocios. La inseguridad que hubo y la falta de consumo, obligó a cientos de comercios a cerrar”, me dice.
Son apenas las 9:00 de la noche y no hay una sola alma que deambule por el centro de la ciudad. Los comercios están cerrados porque así se les recomienda a sus propietarios que lo hagan.
Tomo diferentes calles para llegar a un buen lugar que mi hermano se acuerda que existe cerca de las vías del tren, muy cerca de la calle Siete y Galeana.
Hay tan poca gente que se me figura un pueblo del oeste, esos donde la ley que prevalecía era la del más fuerte o de quien fuera más rápido para disparar.
La desolación es casi tangible y el silencio aterrador. Confieso que la tristeza me invade, porque recuerdo que no hace mucho, la algarabía en la ciudad comenzaba desde el jueves y hoy es viernes.
Aparte de todo, la luz pública y su lúgubre estado, asemejan una ciudad que llora. Que resiente lo que le pasa. Que desea volver a ser lo que era, pero que las circunstancias no la dejan.
Al llegar al restaurante, vemos que las mesas están vacías. Le pregunto al mesero que si siempre están así y me dice que sí y que es raro que alguien se aparezca después de las 9:00 de la noche. Es peligroso le pregunto. Y me responde que sí.
Cenamos rápido para regresar a casa. Los alimentos son excelentes, lástima que poca gente los pueda disfrutar, pienso retraído.
El regreso es peor porque la desolación ha aumentado. La ciudad sigue llorando, pero ahora la tristeza la ha apresado. Nos trasmite esa sensación y provoca sentirnos mal, incómodos y abatidos. La luz pública sigue tenue y logra darle un matiz desértico a las calles. Solo un comando de soldados que patrullan la ciudad con las luces de sus vehículos apagadas, me hacen recordar a Libia, Irak o Afganistán.
Hay que esperar a que amanezca para ver a nuestra ciudad con la algarabía de siempre y en espera de que las horas de sol sean largas para no tener que esperar a que llegue la noche y sentir que empieza a morir de nuevo.