Montado en un viento de lluvia y frío de una tarde que empieza a soltar las esclusas de invierno en el meneo de las hojas de La Alameda con el antojo de un café de manitas de vidrio pulidas por la lluvia.
La Alameda, bajo el acoso”Kafkiano” de los planificadores anónimos sentados en la alfombra mágica de tartán pensando en la inmortalidad de la cola de salamandra con la piel cambiada por los rumbos políticos.
Tiemblan las hojas y los árboles se entumen y los esponjados planificadores escurren las últimas gotas del cerebro gris.
La ciudad ha crecido en el espinazo de la acequia de los nogales de zapatos de agua, entre mandarinas, limas y limones y las negras y rojizas moras y guayabas.
Mi Ciudad con mayúsculas de juegos al trompo, de la víbora de la mar, de las escondidas y la roña. La Ciudad de poca luz para ocultar los besos, las caricias, las mordidas discretas en el cuello de la novia amada.
He recorrido La Alameda en la frescura enterrada de las piedras detenidas en el río San Marcos, bajo los álamos de torrentes de pájaros.
Nuestras mamás convocaban los sábados al lavado de ropa bajo los altos árboles prendidos al agua y en las raíces torcidas colgaban las ropas mientras nosotros de sirenas y tritones nos clavamos en el agua.
La Alameda bajo la sombría mirada de un proyecto esquivo correrá en tartán al amparo de los negocios de los últimos trigarantes que hoy juegan a las estatuas de marfil.
Algo tengo que escribir de esta nostalgia porque el pronóstico con las hermosas mujeres de la TV de Milenio nos calientan las pupilas. Mientras camina a un café con canela remojado con pan blanco.