La vi que apareció en el corredor de llegada a la sala de espera, casi inmediatamente me vio y emitió un grito de alegría respaldado por una sonrisa de la que nadie puede escapar “papa…” dijo. Corrí hacia ella y nos abrazamos, en ese momento sentí que toda la gente que se encontraba en el lugar nos veía y hasta aprobaba con una sonrisa nuestras muestras de cariño.
En ese momento llegaron todos los recuerdos con ella se agolparon en mi mente. Me acordé cuando la tuve en mis brazos a horas de haber nacido, todos le buscábamos parecido a alguno de los padres. “se parece al padre” decía mi mujer, “se parece a mi hija” decía yo. Al fin y al cabo, eso era lo de menos, ahí estaba nuestra nieta.
Tenía unas tres semanas de haber nacido y mi hija nos externó la preocupación porque ella no aceptaba el biberón, ella tendría que ir a trabajar y necesitaba que la niña tomara del biberón. A los pocos días fuimos a visitarlos, y cuando le tocaba comer, pedí que me dieran la oportunidad de darle el biberón, y me lo permitieron, ante la sorpresa de todos, incluyendo la mía, empezó a tomar la leche de la botella sin mayor problema. Me sentí el héroe de la familia.
Era primavera, había flores y las hojas de las plantas ya estaban asomando, la estaba paseando en el patio de la casa de mi hija y quiso acercarse a las flores, las tocó con sus manitas, quería conocer la sensación de tocarlas, le gustó, en adelante salimos muchas veces a tener encuentros con la naturaleza a través de las flores y las hojas de las plantas.
Un día, la vimos tratar de moverse por si sola en el suelo, quería gatear, y aún no sabía cómo, tratamos de ayudarla a que aprendiera. Mi mujer se quedo en casa de mi hija, y como al mes me dijo “que crees, ya gatea, es una master en gatear, sube volando las escaleras, tengo que estar al pendiente para que no me gane…”.
Dormía dos siestas, una por la mañana alrededor de las 10:00 y otra por la tarde, alrededor de las 14:00, la dormíamos en su recamara, la cual tenia cortinas y persianas que evitaban la entrada de luz, una vez que estaba cerrada la recamara, la oscuridad era casi absoluta. Para dormirla le poníamos un ruido que, nos explico mi hija, “es lo que oyen cuando están en la placenta”, nos pido que cuando la fuéramos a dormir, la acostáramos y ahí la dejáramos a que durmiera, le comentamos que a veces no estaba dormida, que necesitábamos arrullarla, “no, dijo ella, necesita aprender a dormir solita”. Por supuesto que no seguimos al pie de la letra su instrucción, la arrullábamos y luego la acostábamos, a veces batallábamos para que agarrara bien el sueño y nos sentábamos en un sofá arrullándola. Creo que tengo el récord Guinness en ese tema, una mañana duré tres horas arrullándola, mientras ella dormía.
Luego el solito, de pronto apareció paradita, sin moverse, tomada de la mesa de centro de la sala, algo asustada, pero probando su capacidad para pararse, ¡todo un acontecimiento! . Poco a poco fue tomando confianza, pero cuando requería desplazarse, lo hacía gateando, con una capacidad de nivel olímpico en su gateo.
Un día empezó a caminar y no se pudo sostener, se cayó y se asustó, lloró un poco, pero siguió intentándolo hasta lograr articular dos o tres pasitos. Hoy que me vio corrió a abrazarme.
Nos fuimos a casa, habían venido a pasar el año nuevo con nosotros. Antes mi yerno instalo la pequeña silla donde va a viajar de forma segura, subimos el montón de maletas que los acompañaba. Llegamos a casa, en la sala las luces que tenía, anunciaban alegremente que había un arbolito de navidad, inmediatamente lo localizó y un grito de sorpresa y alegría salió de su pequeña garganta “…mío”, se refería al árbol, pero sobre todo a los regalos que se encontraban al pie de este. Mi esposa, su abuela, le dijo “si mi amor, son tuyos”. Mientras ella observaba al árbol y a sus regalos con una gran sonrisa y emoción, yo la observaba a ella, era nuestro regalo, un invaluable regalo de la vida.
POR FRANCISCO DE ASÍS