El hartazgo respecto al ejercicio irresponsable del poder ha desencadenado el debate sobre la revocación y sustitución del mandato. En el río revuelto de la indignación surgen quienes quisieran debilitar aún más al Estado, pero también los promotores de la amnesia sobre las torpezas del gobierno en turno.
Los heraldos de la “modernización” han rechazado la revisión de los prejuicios políticos heredados del antiguo régimen, como la duración fatal de los mandatos por todo el período para el que fueron electos. Hablar de la suspensión constitucional de un encargo público parece una herejía o un llamado sedicioso. Quien lo propone es denunciado como golpista.
Hemos vivido obsedidos por la estabilidad política. Nuestra tradición independiente es reflejo de esta obstinación. En la Constitución de Cádiz, existieron figuras y procedimientos para la abdicación del monarca; donde se legitimaba a las Cortes -a través de la Diputación permanente- para autorizar la imposibilidad o inhabilidad del Rey para gobernar y para abdicar.
La Constitución de 1824 preveía, en el caso de impedimento temporal o perpetuo del presidente y vicepresidente, que la cámara de diputados nombraría un presidente interino y que si ésta no estuviese reunida, entonces el poder ejecutivo recaería en el presidente de la Corte Suprema de Justicia y en dos individuos electos por pluralidad absoluta del consejo de gobierno; esquema que serviría de antídoto para las ambiciones sospechosas de algunos políticos de nuestros días.
Las Leyes Constitucionales de 1836 establecían que a causa de vacante por muerte o destitución legal del presidente de la República, el nuevo titular se elegiría mediante el procedimiento ordinario. En cualquier otro caso de vacante, por incapacidad física o moral, se nombraría un presidente interino a través de una terna de individuos electos por la cámara baja, que remitiría al senado para su designación.
Más tarde, la Constitución de 1857 contemplaba, para los casos de falta temporal y absoluta, que el presidente de la Suprema Corte de Justicia ejercería las funciones de titular del supremo poder ejecutivo hasta en tanto no se hubiese elegido al nuevo presidente mediante el procedimiento ordinario, quien ejercería sus funciones durante los cuatros años previstos para el cargo.
El texto original de la Constitución de 1917 diferenció por primera vez las figuras de presidente interino, provisional y sustituto. Para la falta absoluta del Presidente, ocurrida en los dos primeros años del periodo —que aún era de cuatro—, el Congreso nombraría por mayoría absoluta de votos de las dos terceras partes de sus miembros, un presidente provisional; y procedería a convocar a nuevas elecciones. De no encontrarse en periodo ordinario, la Comisión Permanente nombraría al presidente provisional y llamaría a sesión extraordinaria para que se expidiera la convocatoria en los mismos términos.
Cuando la falta del Presidente ocurriese en los dos últimos años del periodo respectivo, el Congreso nombraría un presidente substituto que debería concluir el período. Por falta temporal, el mismo Congreso tendría que designar a un presidente interino. No obstante, la reforma de 1928 con la que se amplió el período de funciones del Ejecutivo de cuatro a seis años, desatendió el principio de proporcionalidad en mitades respecto a la forma en que debe subsanarse la ausencia del Ejecutivo. De manera incorrecta, permitió que la falta absoluta de presidente después de dos años se cubriera por un presidente sustituto designado por el Congreso para concluir un trecho más largo sin estar legitimado por la voluntad popular, situación que fue reforzada en la reforma de 1933 y que permanece intocada, incluso por las reformas de 2012 y 2014 en la materia.
En México existen períodos cíclicos de ingobernabilidad. Hemos propuesto reiteradamente la incorporación de la revocación del mandato, pero ha sido rechazada. Debemos profundizar el ejercicio de imaginación constitucional para plantear soluciones funcionales frente a escenarios de descomposición institucional como los que actualmente padecemos.
Lo más adecuado para prevenir riesgos mayores en la estabilidad de la República sería reformar el artículo 84 para invertir los supuestos del presidente interino y sustituto, es decir, que éste pudiera elegirse en los primeros cuatro años, en virtud de que sí hay tiempo para celebrar comicios y concluir el período correspondiente.
En los sistemas presidenciales, las elecciones intermedias son instrumento de control democrático sobre el Ejecutivo.
Queda un tiempo angustioso para reconstruir el Estado. Debería generarse una mayoría pacífica capaz de modificar el rumbo sin arrollar la precaria institucionalidad y rescatar para el pueblo el ejercicio pleno de la soberanía.