VICTORIA, Tamaulipas.- Nos encontramos al final de un ciclo económico que termina de la misma manera en que empezó, con el país en crisis. Se trata de un periodo cuya reseña podríamos iniciar hace unos 35 años.
Tras varias décadas de crecimiento sostenido, sin contratiempos mayores y a un buen ritmo, de alrededor de seis por ciento anual, la población había alcanzado el máximo nivel de bienestar e ingreso de nuestra historia.
No ocurría por casualidad: existía una política de desarrollo rural que incluía al sector campesino e indígena y que era respaldada por una fuerte institucionalidad y empresas del estado que participaban en la comercialización de granos, el crédito agropecuario, la producción y distribución de insumos y la atención a sectores particulares como café, tabaco, zonas áridas.
Había también una estrategia de crecimiento industrial basada en la sustitución de importaciones y la protección, financiamiento y apoyos a la producción interna. La política educativa había llevado la educación básica al campo y el estado alentaba la formación masiva, prácticamente gratuita, hasta el nivel universitario.
Hacia 1970 el país tenía autosuficiencia alimentaria, en la producción de acero y en la mayor parte del consumo doméstico. Sus importaciones eran sobre todo de maquinaria y equipos para la producción interna.
Imposible decir que todo era defendible. Hacia fines de los años sesenta el modelo parecía agotarse. La conducción política era autoritaria, con duras expresiones de violencia del estado; y sobre extendido en su participación en la economía. En buena parte por la adquisición de empresas privadas en quiebra con objetivos de salvaguardar empleos. Lo cual implicaba aceptar condiciones particulares de baja productividad. La confrontación entre el estado populista y el gran empresariado cada vez más poderoso daba pie a un ambiente de tensión sociopolítica constante.
No obstante el fortalecimiento del mercado interno, es decir el incremento de los ingresos de la población, actuaba como un potente motor del crecimiento de la producción. Se había configurado una extensa clase de pequeños y medianos empresarios en vías de aprendizaje.
Luego nos ocurrió lo que terminó siendo una desgracia: se descubrieron vastas reservas petroleras en momentos en los que el petróleo se encontraba a buen precio. El país se endeudó para explotarlas y para entrar en lo que podríamos llamar la estrategia de modernización importada.
Los altos precios del petróleo nos convirtieron en nuevos ricos convencidos de que nuestro problema era administrar la abundancia. No nos dimos cuenta de que el sistema financiero mundial y la lógica del mercado se orientaron a impulsar la explotación de nuevos yacimientos no solo en México sino en todo el mundo hasta generar sobreproducción y, en 1981, una abrupta caída de precios.
Para ese momento era demasiado tarde. La riqueza del subsuelo, más el endeudamiento sustentado en ella, nos trajo abundancia de dólares baratos y nos metió en el camino de la dependencia de importaciones y el descuido de la producción interna. Peor aún; la nueva riqueza no era generada por todos, por el aparato productivo en su conjunto. Era una riqueza generada por pocos y en beneficio del gobierno y de sus clientelas privilegiadas, incluidos por supuesto sus funcionarios.
La caída del petróleo nos sorprendió hace 32 años muy endeudados, sector público y privado, y generó fuga de capitales. Así llegamos al famoso “ya nos saquearon, no nos volverán a saquear” en el informe presidencial del primero de septiembre de 1982 y a la nacionalización de la banca. López Portillo dijo que él era “el responsable del timón, no de la tormenta”; mostrando así su total incomprensión de lo ocurrido.
La crisis obligaba a una estrategia de estabilización y nuevos equilibrios interno y externo. Pero no se intentó conseguirlo mediante la reactivación de la producción interna, sino con un apretón de cinturón; se redujo el consumo de la población y del Estado. El resultado fue que de 1983 a 1988 el país creció al 0.1 por ciento anual, con altísima inflación y la reducción del ingreso de la población al ritmo del menos 5 por ciento anual.
Se avanzó en la destrucción del mercado interno y la producción nacional; en particular la del sector social de la economía. Un ejemplo aislado: de acuerdo a cifras oficiales de 1982 a 1991 el país perdió 13.9 millones de reses; 7.8 millones de cerdos; 3.5 millones de cabras y 2.7 millones de borregos. La pérdida fue mucho mayor en el sector social puesto que estas cifras consideran incrementos en el sector más moderno. En 1992 se dejaron de producir estas “feas” estadísticas como parte del maquillaje modernizador.
Lo mismo ocurrió en buena parte de la manufactura y en general en toda la producción convencional. Parecía que la salida de la crisis requería destruir gran parte de lo construido en los anteriores 40 años. Habría sido posible evitarlo pero la ideología de la modernización importada hacía despreciable la producción y el consumo mayoritarios.
La administración de Salinas de Gortari se decidió por una estrategia favorable al capital privado y a la inversión externa. Sus ejes fueron el remate de activos del aparato productivo de la nación a los amigos, la atracción de inversión externa y la substitución de la regulación económica por la operación sin cortapisas del mercado. Se remataron las empresas públicas, telefonía, mineras, bodegas rurales, de fertilizantes, petroquímica y de todo tipo. Peor, se cambió el sentido de la función pública; CONASUPO haciendo importaciones, por medio de agentes privados, altamente destructivas de la producción interna. Por ejemplo llevando arroz filipino de segunda clase para competir con el excelente arroz del estado de Morelos.
Incluso se cambió la legislación agraria para impulsar la privatización de la propiedad social. Solo que el 95 por ciento de ejidatarios y comuneros se opusieron.
Se aprovechó el abaratamiento brutal de la mano de obra ocurrido en los años anteriores como sustento de la competitividad exportadora al mismo tiempo que se abría la puerta a las importaciones indiscriminadas.
Si sabemos sumar dos más dos lo que eso significa es que se configuró una vía de crecimiento maquilador. No me refiero a las maquiladoras formales; sino a que todo el aparato productivo exportador se orienta al re-empacamiento de importaciones.
El resultado es que el indudable auge exportador inaugurado con el tratado de libre comercio no se convirtió en impulsor de la producción interna. Es por ello que a pesar de la imagen exportadora en los hechos la economía nacional ha sido por décadas fundamentalmente importadora.
La venta del aparato productivo y financiero, tanto el del estado como el privado, atrajo grandes inversiones externas (y desinversiones internas) en un proceso que más tarde el Plan Nacional de Desarrollo de Zedillo definió como de substitución de la producción convencional.
La venta país asociada a la atracción de capital especulativo volvió a crear abundancia de dólares y reafirmó nuestra condición de importadores. Lo cual se tradujo en adicción a los dólares para cubrir, o provocar, una avalancha de importaciones. Esto se convirtió en política permanente del modelo y llevó a la desnacionalización del sector bancario, la producción de acero, las cerveceras y tequileras, la minería, las cadenas comerciales, la petroquímica, electrodomésticos. De 1988 en adelante casi como regla general solo hubo tres opciones: desnacionalizar, monopolizar o quebrar.
Regreso a la secuencia histórica: 1994 se caracterizó por la inquietud política, social y financiera que llevó a una nueva fuga masiva de capitales financieros hacia finales de 1994 y una fuerte devaluación del peso.
No obstante y de manera paradójica la devaluación se tradujo, a contrapelo de las intenciones de la clase dirigente, en competitividad del aparato productivo. De 1994 a 1996, en solo dos años, las exportaciones manufactureras se incrementaron en un 80 por ciento. Algo absolutamente sorprendente si no se entiende que el aparato productivo convencional aprovechó con gran agilidad y eficacia el encarecimiento de las importaciones para substituirlas. Y lo hizo en ausencia de financiamiento e inversiones; empleando las capacidades instaladas existentes.
Lamentablemente este crecimiento no fue aprovechado para el fortalecimiento del mercado interno. Por lo contrario, se redujo el gasto público y los ingresos salariales. Se pudo crecer hacia afuera pero se impidió hacerlo hacia adentro.
Zedillo faltó a una promesa fundamental de su Plan Nacional de Desarrollo: el mantener una paridad competitiva. A resultas de la crisis se siguió una estrategia de salvamento corrupto de grandes deudas privadas, pero no de defensa del patrimonio familiar.
Prevaleció el interés financiero, el de la bolsa de valores, y se abrió el país al financiamiento externo, especulativo y de inversión substitutiva del capital nacional. El país se volvió a inundarse de dólares baratos.
Pero crecer, crecer, no lo logramos. A cambio de ello Fox pudo presumir que la bolsa de valores de México era la que daba mayores ganancias en el mundo. Entretanto continuaba la inutilización de la producción histórica: el sector social del campo y la ciudad; la industria textil, de electrodomésticos, muebles y de hecho todo lo demás.
Imperaba, como hasta la fecha, una visión de que la economía está compuesta por pedazos disfuncionales en los que una parte puede crecer y ser saludable mientras otras se deterioran sin mayor problema. Algo así como celebrar el tener bien los pies aunque se pudra el hígado.
La estrategia de economía maquiladora se asoció a la continuación del empobrecimiento de la mano de obra para compensar el fortalecimiento del peso. Se apostó a construir lo moderno para exportar y para substituir la producción convencional. Prácticamente sin crecimiento substancial y sin mejora del bienestar.
Hasta que la crisis norteamericana del 2008 y las crisis europeas de deuda soberana mostraron la fragilidad del modelo y hubo una amenaza de fuga de capitales. La que se pudo atajar con éxito mediante la firme promesa de que Banxico estaba dispuesto no solo a emplear las reservas internacionales, sino a endeudar al país (el famoso blindaje), para cubrir cualquier demanda eventual de dólares.
La estrategia funcionó, se calmó el desasosiego y se desaprovechó la oportunidad para establecer una paridad competitiva que permitiera reactivar la producción interna y elevar los ingresos de la población. Insisto en ello; se puede competir con paridad competitiva (como China) y elevar los salarios porque en ese caso el incremento de la demanda se da sobre la producción interna. Pero si se tiene una moneda fuerte toda elevación salarial se traduciría en importaciones y no en reactivación interna, lo que elevaría la fragilidad financiera del modelo.
Así que de nueva cuenta tuvimos varios años de fuerte atracción de capital especulativo, de grandes ganancias en la bolsa de valores y de venta país.
A principios del 2013 publiqué (ver faljo, “El error de diciembre”, en internet) que se desaprovechó la oportunidad de cambiar de rumbo económico empezando por establecer una paridad competitiva y que eso implicaba que lejos de una devaluación administrada lo más probable es que a lo largo de este sexenio ocurriera una devaluación descontrolada. La adicción creciente de la economía nacional al ingreso de dólares especulativos o a la venta país podía, dije, llevarnos a una situación insostenible.
La baja de la producción petrolera; el estancamiento de las remesas y, posiblemente, la reducción de exportaciones ilegales han sido pronunciadas. Al mismo tiempo el estancamiento de la economía mundial significó bajo crecimiento de las exportaciones productivas. Todo esto incrementaba el nivel de riesgo financiero para la economía nacional.
No se contaba con que se habría de instrumentar un nuevo nivel de desnacionalización del aparato productivo, en este caso la producción de energéticos, como mecanismo de atracción de inversiones. La promesa de una segunda oleada de apertura de la economía nacional y de venta país atrajo fuertes volúmenes de capital especulativo bajo la condición implícita de que más adelante se hiciera efectiva la extracción de la gran riqueza energética.
De nueva cuenta no vimos que los altos precios de los energéticos sumados al desarrollo de nuevas tecnologías habrían de impulsar el aprovechamiento de nuevos yacimientos. Así que planeamos entrar a la carrera suicida de producir más y contribuir a provocar un derrumbe de precios.
Ahora la situación es no solo que se agota el petróleo convencional de México sino que la baja de precios hace improbable que convenga a las transnacionales extraer los energéticos de mares profundos o las nuevas tecnologías de fracturación del subsuelo.
La situación obliga a un replanteamiento de la estrategia de país; no porque lo pidan los chavos sin futuro, sino porque lo imponen los intereses geoestratégicos de Arabia Saudita y los Estados Unidos.
Enfrentamos una disyuntiva en la que ninguna opción es buena; solo que convienen a distintos intereses.
Una opción sería, de nueva cuenta, amarrarse el cinturón, el gobierno, las empresas, las clases medias y los trabajadores. Reducir el consumo y golpear el mercado interno y la producción histórica; como en los periodos de De la Madrid; Salinas, Zedillo, Fox, Calderón. ¿Cuál no?
Solo que parece que hemos llegado al fondo del barril en cuanto a deterioro del ingreso de las mayorías. Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social –CONEVAL- el 54 por ciento de los trabajadores asalariados no pueden pagarse una canasta básica de consumo alimentario. Y el Centro de Estudios Estratégicos del Sector Privado afirma que en los últimos siete años se han perdido un millón 800 mil empleos que pagaban más de cinco salarios mínimos.
La reforma laboral legalizó no solo la tercerización del empleo sino que en la práctica abrió paso al empleo informal, sin prestaciones ni seguridad alguna bajo una careta de modernización. A cambio de ello no cumplió lo ofrecido: crear empleo en abundancia.
Habría que preguntarse si en las actuales condiciones de deterioro del ingreso e inquietud social será posible plantearse un nuevo apretón de cinturones. Creo que no.
En caso de que en 2015 siga avanzando la devaluación, como es probable, la única salida posible será un nuevo proyecto de nación que defienda el consumo mayoritario mediante la reactivación de las capacidades productivas que hasta ahora hemos despreciado.
Ojalá y este régimen entienda que su reciente ilusión energética y el espejismo de la modernización importada de los últimos 33 años se han hecho humo. Solo queda la reintegración acelerada de la producción y el consumo bajo una formula sencilla: producir todo lo que somos capaces y consumir prioritariamente lo que nosotros producimos. Emplear los dólares escasos para importaciones estratégicas y no para garantizar la toma de utilidades financieras.
La ventaja que podemos aprovechar en tiempos difíciles será la existencia de grandes capacidades productivas instaladas que se encuentran subempleadas. Habría que, con mayor determinación, incrementar la producción como en el 94 – 96 incluso en condiciones de ausencia de inversión y crédito.
Ese es el camino a un Proyecto Nacional sustentado en un empresariado con incentivos para ser nacionalista y productivo; un sector social en reactivación y un Estado fuerte, muy fuerte. No es una revolución; es el viejo proyecto constitucional.