En esta semana el peso rebasó, a la baja, la paridad que tuvo al final de enero del 2009. Dicho de manera más sencilla; nunca el dólar había estado más caro para nosotros los mexicanos. No se trata, sin embargo, del regreso a una situación ya vivida. Sería demasiado simple creerlo y alentaría la falsa esperanza de que el peso se repondrá de esta caída.
La situación es muy diferente a la de hace seis años. En aquel entonces acababa de ocurrir la crisis financiera norteamericana que golpeó a las economías de todo el planeta y ese problema externo parecía explicación suficiente a nuestras dificultades.
Debido a la apertura de nuestra economía fuimos particularmente vulnerables a la crisis iniciada en los Estados Unidos y sufrimos una caída del 6.0 por ciento del PIB. Bueno, no tanto porque en 2013 el INEGI cambió la metodología del cálculo y resultó que en realidad solo se redujo en un 4.7 por ciento.
Lo que me recuerda una novela en la que el oficio de historiador consistía en reescribir y reinterpretar los hechos del pasado de acuerdo a lo más conveniente como experiencia y guía para el presente (pequeña disgresión que me dicta el inconsciente).
Aquel tropezón parecía explicable en primer lugar por el problema externo y en segundo, de manera más concreta, por el puñado de empresas mexicanas que se habían dedicado a la especulación financiera, habían perdido mucho dinero y desde fines del 2008 y a principios del 2009 compraban dólares en México para pagar sus deudas en los Estados Unidos.
De fines del 2008 a principios del 2009 Banco de México vendió unos 30 mil millones de dólares de reservas y a pesar de ello la presión de salida de capitales seguía devaluando al peso. Se empezaba a generalizar la inquietud y parecía iniciarse, como en las caricaturas, una bola de nieve que crecía en su descenso. Seguir vendiendo reservas contenía la devaluación pero incrementaba la inquietud y era a fin de cuentas contraproducente.
Cuando ya Calderón se resignaba a la devaluación y empezaba a señalar sus bondades resultó que Banco de México, el Fondo Monetario Internacional y el tesoro norteamericano instrumentaron una estrategia de generación de confianza. Los dos últimos le extendieron líneas de crédito a Banxico para emplearse en la defensa del peso, y este último ofreció endeudarse lo que fuera necesario para contar con los dólares que le fueran demandados. A esta estrategia se le llamó blindaje financiero.
Aparte de la seguridad de que habría dólares para cuando quisieran hacer su toma de ganancias (vulgo salida de capitales), se les ofreció a los inversionistas atractivas tasas de interés, ganancias en la bolsa libres de impuestos, efectivas protecciones legales y mucha vista gorda para transacciones dudosas. Se garantizó también que la moneda flotaría y se encarecería; es decir, libertad especulativa. Tal conjunto de medidas, conocidas como blindaje financiero, tuvo éxito. Los años siguientes se caracterizaron por una fuerte entrada de capitales, el peso se encareció y la bolsa de valores destacó por su racha de ganancias.
Fueron también años de venta del país acelerada. Año tras año buena parte de los grandes empresarios mexicanos decidieron aprovechar el buen momento para vender sus empresas e internacionalizar su fortuna. Hicieron un gran negocio.
Así que el blindaje financiero nos trajo varios años de lo que pomposamente llaman estabilidad macroeconómica. Acompañado de un crecimiento económico cada vez más raquítico, sin generación de empleo, con empobrecimiento de las mayorías y con un atroz incremento de la violencia. Sería el equivalente a un “mal del puerco” originado en el buen comer grasa financiera improductiva.
Durante años nuestra clase política defendió esa artificiosa solidez macroeconómica como lo realmente importante; lo demás parecían problemas de nacos, muy por abajo de su campo de visión.
Hemos regresado a la paridad de principios del 2009 pero ahora en una situación radicalmente diferente. La imagen de la clase política mexicana se encuentra deteriorada; ya no parece capaz de garantizar las ganancias y seguridad de los grandes capitales en equilibrio con un clima de credibilidad interna en la autoridad y con paz social. Ya no quedan muchos activos nacionales atractivos que vender. La última gran oferta era la propiedad del subsuelo a costa de los derechos de la propiedad social y de la nación. Pero el precio del petróleo se desplomó apachurrando fantasías al nivel de la revista ¡Hola!
No hay manera de hacer productivo al capital. El deterioro del mercado interno no hace atractiva la producción y durante años ha sido mejor negocio traer importaciones. Pese a ciertas ventajas naturales no hemos podido demostrar competitividad internacional, excepto en la maquila automovilística. Lo peor es que se han perdido las condiciones mínimas de seguridad personal incluso para hacer inversiones de medio pelo.
Así que no estamos como en el 2009; esta vez la devaluación va en serio. No la contendrán los viajes a Buckingham y más valdría pensar en decididos planes de contingencia para producir aquí lo que tendremos que dejar de comprar afuera. La solución no será el empobrecimiento desestabilizador sino un cambio de estrategia que nos lleve a producir para nosotros mismos.