La calor y las calores nos convierten en sonajas de mazapán con perfumes esotéricos y eróticos al por mayor. Échense usted, lector y lectora una caminata por las calles del centro de la ciudad a la hora de entrada a las labores cotidianas para sentir el golpe de los más variados perfumes que pululan por doquier.
Los hombres machines se perfuman verijas y orejas y dejan suelto la pelambre en el pecho de buey retasado. Son perfumes extraños, de elíxir matacucarachas y lagartijas rasposas. Hay machos de perfumes de selva con aromas a mar y cebollas untadas y olor a tomate casero y plátano macho. Otros más sofisticados llevan perfúmenes de marca con sabor a pomada de la Campana o fresas en almíbar, caminan con los sobacos sirena abierta despertando a todos los olfatos callejeros, incluyendo a los perros y gatos.
Las mujeres, se pintan solas, se arrojan toda la botella de glostora, se chupan a piel el perfume Dior o aceites de linaza dominguera. Son perfúmenes eróticos para los chupamirtos o para los bebedores que se llevan toda la pomada y el polvo de las mujeres vírgenes. Aunque, como me dijo una amiga; “Vírgenes ya no hay ni en los cuadros…”
Lo cierto que el sol canicular hace que se peguen los ligueros y fondos sin estampa. Los ojos se cristalizan y los malos olores de tantas perfumadas obligan al vago escupitajo y es que en verdad bufan con tanta química aleatoria que destilan por las calles, al grado que con el fuerte calor y el calentamiento global no huelen, ‘jieden’.
En las oficinas perfuman como zorrillos todo a su paso, y sus pesadas nachas y verijas son como colguijos al “ven y ven que te quiero ver bailar”.
Los perfumes son necesario e inevitables. Un perfume discreto, un bilé de buen ver, una cremita en las manos, unas mejillas chapeadas, unas nalguitas toreadas y unos pechos de caramelo en flor son buenos y necesarios. Los ojos mandan, pero tampoco hay que soportar tanto abuso de mezcolanza de perfumes de Dior cada día más peor.