En un mundo tan consumista y frívolo, alejado de los ideales de las grandes figuras del siglo pasado, es poco común encontrar personajes que despierten aún la polémica o que polaricen las opiniones de los grupos sociales.
En la literatura por ejemplo, tan inundada de textos sobre la superación personal y otras lindezas, el debate se acentúa sobre todo cuando se revisan y ponen en duda los méritos, el talento y la autoridad moral de nuestros personajes públicos. A botepronto tenemos el ejemplo de Bob Dylan y la severidad con que se ha cuestionado la decisión de otorgarle el Premio Nobel de Literatura.
En el mundo de las letras hispanas, el escritor Arturo Pérez-Reverte despierta en medios y en redes todo tipo de pasiones por su calidad como miembro de la Real Academia de las Letras, pero también por su figura polémica al ser considerado más como un productor de Best Sellers, productos muy alejados de lo que las “grandes conciencias” consideran verdadera literatura.
Pero el escritor español en México es genio y figura. La semilla de su éxito la sembró en las calles de Culiacán en los finales de los noventas e inicios del nuevo milenio. El Cártel de Sinaloa había superado el poder de los cárteles de Jalisco y de Tijuana.
Las figuras de capos como el Güero Palma, el Chapo Guzmán, El Azul y el Mayo Zambada iban en ascenso, y otras como la de Armando Carrillo “El
señor de los cielos”, quedaron grabadas para la posteridad como negras leyendas que después alimentaron el apetito de audiencia y dinero del “business show”.
Fue también el ambiente propio de una sociedad que vivía del narcotráfico lo que inspiró a Pérez-Reverte. Una sociedad que despilfarraba millones de dólares, la manera en que lavaban sus riquezas y la adoración de figuras como Jesús Malverde y la Santa Muerte como puertas de salvación del infierno. Ese submundo de las personas de abajo, que lograron superar la pobreza gracias al narcotráfico, no sólo lo inspiró para escribir su novela La Reina del Sur, también lo cautivó de tal manera que decidió radicar por un tiempo en Culiacán.
Su salto a la fama se dio en un principio con la entrevista que le hicieron Carmen Aristegui y Javier Solórzano en su célebre programa Círculo Rojo. Ese mismo programa que después cerraría por exhibir a la red de pederastas que formaban los Legionarios de Cristo en las manos de Marcial Maciel.
Reverte habló en ese entonces de cómo el gobierno alimentaba lo mismo que cazaba, y de lo difícil que sería arrancar del tejido social un estilo de vida que a pesar de toda la carga de negatividad ganó miles de adeptos que lo veían como la única posibilidad para subirse al tren de la movilidad social.
Años después su novela le dio la oportunidad a Telemundo –la filial hispana de NBC-, de hacer una exitosa serie sobre su protagonista Teresa Mendoza, lo que detonó después una cascada de producciones basura. Actualmente el “Señor de los Cielos” se mantiene años después de su estreno como un rotundo caso de éxito.
Pero en su versión en texto, “La Reina del Sur” no sólo habla del mundo del narcotráfico, también retrata a la perfección la realidad nacional y en una sola frase se podría resumir lo que ha sido una tarea todavía vigente del Estado mexicano:
“En México sólo matan a dos tipos de personas: a los comunistas y a los narcotraficantes”.
Cada una de esas palabras representaban un golpe demoledor para el Gobierno de México y sus instituciones. Sobre todo tras la aparición del EZLN y las subsecuentes masacres que llevaron a cabo en zonas indígenas los grupos paramilitares en esa época.
Porque en México, ser comunista era -o es-, un adjetivo que equivale, más allá de una mínima relación con el marxismo-leninismo, a nadar a contracorriente de lo que exige el Establishment.
Esa frase de Pérez-Reverte probablemente la formuló cuando se permeó por completo de la realidad nacional y la usó más como parte del contexto. En la actualidad, y tras años de sangre derramada por la lucha en contra de la delincuencia organizada, pareciera más que el español nos revelaba una profecía de lo que terminaría sucediendo en nuestro país.
Los cientos de miles de homicidios dolosos, las más de 27 mil desapariciones, los secuestros, las violaciones, y la lluvia de plomo en muchas regiones del país ha lastimado pero también deshumanizado a amplios sectores de la población victimizada. Además de la narcocultura existe otra subcultura desarrollada en condiciones de extrema violencia.
En Tamaulipas por ejemplo, los estragos dejados por el crimen organizado, la brutalidad y el absoluto desprecio por la vida cambiaron por completo la noción humanista de la sociedad. Ya no importa si se hace valer la justicia o el poder de la ley. La prioridad es acabar con el problema, tal y como lo propone una frase del lenguaje popular: “muerto el perro se acaba la rabia”.
Ya no importa si los delincuentes, o los presuntos delincuentes son arrestados, consignados y castigados. Para gran parte de la población es preferible su exterminio en una dinámica del terror en la que el Estado ha puesto su parte.
En su afán de actuar a espaldas de los protocolos que exigen los organismos defensores de los Derechos Humanos, el mismo Estado exhibe a la delincuencia y su universo como responsables de todos los males y al verdadero enemigo a vencer.
Y bajo ese principio se producen los golpes contundentes del poder para debilitar y/o vencer a sus adversarios, como sucedió con “el michoacanazo”, los golpeteos políticos a ex mandatarios en Tamaulipas, el manejo del tema de las autodefensas en regiones como “Tierra Caliente”, incluso la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa en el estado de Guerrero, donde le salió el tiro por la culata al Estado.
Esa fue la evolución de los culpables para el Estado mexicano. En los 60s, 70s, y 80s, fueron los comunistas que aterraban al empresariado nacional. Después de los 90s la figura de los capos y del crimen organizado han servido fomentar la impunidad y también para fabricar culpables a los cuales perseguir y acabar.
Y por encima de todo esto, el clientelismo político, como un estadista colombiano resumía el uso y abuso de la legalidad por el Estado Mexicano.
Se trata de una dinámica estimulada también por una debilidad institucional incapaz de articular una política social capaz de ofrecer otras opciones a los ciudadanos, que de repente han visto como único camino hacia la salvación su incursión en los negocios del crimen organizado.
Y sobre todo, para que la Ley no se aplique y sigamos siendo tanto a nivel estado como país, el paraíso de la impunidad. Criticado o no, sabias las palabras del escritor español.
Hombre de visión
Cuando Egidio Torre Cantú regresó a Victoria tras terminar sus estudios de posgrado en la Universidad de Austin en Texas, consiguió que alguien le abriera las puertas para su desarrollo profesional y su necesidad de ingresos.
Fue Antonio Carlos Valdez, en ese entonces Secretario de Obras Públicas en el sexenio de Américo Villarreal Guerra quien le extendió la mano y le dio la oportunidad de trabajar. El también empresario constructor victorense nunca imaginó que al contratar a Egidio estaba comprando por anticipado seis años de prosperidad y muchos ingresos económicos para él y para los suyos.
Pero Valdez ha sido siempre afortunado. Muchos años atrás su tío Praxedis Balboa lo hizo Secretario de Obras Públicas y a partir de entonces, hasta la fecha, no ha dejado de obtener millones y millones en su asociación con figuras poderosas de la política estatal a través de los diferentes sexenios.
Sus empresas constructoras son Constructora del Noreste, Concretos del Noreste, Mara Construcciones y Constructora Yeiver.
En los tres niveles de gobierno mantiene hasta la fecha obra pública por cientos de millones de pesos, además de las facilidades que le ha dado el poder para apropiarse de tierras ejidales a precios ridículos, manejar las leyes a su favor y así construir extensos y caros complejos habitacionales.
Es un tipo con suerte.