23 abril, 2025

23 abril, 2025

‘La llorona que aterra al puerto’

Desde el siglo XIX, el lamento de ultratumba de una mujer que busca a sus hijos ha quedado guardado en la memoria de los habitantes

TAMPICO, Tamaulipas.- La horrenda psicofonía estremeció el oriente del puerto, ese grito del más allá se repitió una y otra vez. En las viejas casonas, iluminadas con lámparas de keroseno, se extinguió la luz y los portones crujieron por un cerrojazo brusco.

Aquel lamento de ultratumba de una mujer que buscaba a sus hijos, llegó a todos los hogares, provocando un miedo aterrador; quienes lo escucharon, postraron su rostro en tierra y elevaron una imploración al Creador.

Pasados unos segundos, reinó un silencio lúgubre, tan sombrío que hasta la caída de un alfiler se habría escuchado. Nada ni nadie, en esos momentos, podría sacar del refugio de sus casas a las familias que oyeron el alarido desgarrador de aquella alma en pena.

Sería el mes décimo, de un año no preciso del siglo XIX, cuando decenas de porteños vivieron la noche más larga de su existencia; aquéllos que fueron sorprendidos en la calle, nunca olvidaron esa exclamación del averno.

Entre la población ya existían antecedentes de hechos que no tenían una explicación racional, de boca en boca, en los escasos espacios públicos de aquella época, tabernas. Lugares donde convivían marinos trotamundos que recorrían los mares más inhóspitos o arrieros que llegaban de la región de la huasteca. Todos relataban sucesos tan extraños e irreales que generaban el pánico a los oyentes y, porque no decirlo, entre el grueso de la
población que recibía la información adulterada, un día después.

Con este ambiente de terror, eran muy pocos los porteños que se atrevían a caminar entrada la noche, sólo Juanito, el herrador de caballos, cuya vivienda estaba entre el canal de La Cortadura y el Río Pánuco, gustaba de recorrer diferentes rumbos a esas horas, para disfrutar de la brisa
propia del puerto y el centelleo de las estrellas que daban una imagen envidiable.

Aquel hombre mestizo, de carácter áspero, manos marcadas por los golpes diarios de su rudo trabajo y quien se ufanaba no tener miedo ni al mismo Satanás, durante años guiaba sus pasos por infinidad de calles obscuras y las que conocía como la palma de sus manos.

Pero esos paseos tuvieron un final de espanto, pues fue a él a quien se le escuchó decir haber visto de cerca la figura de esa mujer, en aquella noche aciaga. Algo así como un espectro que salía de una callejuela de aquella parte de la ciudad. Una aparición que gritaba con voz de ultratumba, entre un chillido y un delirio: “¡Mis hijos, quiero a mis hijos!”.

Era blanca -relataba, tan blanca como su túnica. Pelo largo, negro; ojos hundidos, rojos como la misma puerta del infierno; y la que caminaba, sin tocar, las calles de terracería. El horror lo paralizó, intentó correr, sus músculos no respondieron. A grado tal, que sentía haber perdido la razón, dicho por él mismo. Pasaron varios segundos, a medida que el llanto lastimero de aquel ser de ultratumba se perdía entre los muelles de madera y el río Pánuco, el silencio era mayor.

Sin fuerzas, intentó en vano el auxilio de los vecinos del rumbo; nadie respondió. No supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que pudo encaminarse hacia su casa, con paso bamboleante, las pupilas dilatadas, temblando, el corazón agitado y una resequedad en los labios, aquel artesano llegó a su morada; rememorando los momentos de terror vividos.

Superada en parte la terrible experiencia y controlada la respiración, aunque con mucho miedo, nuestro personaje relató a su mujer y sus dos pequeños hijos lo acontecido y elevaron una plegaria por el descanso de aquella horrenda mujer. Desde entonces, la vida ya no fue igual para este hombre, los años siguientes fueron de miedo y angustia, nunca más se le vio deambular en las noches por aquellas calles de la ciudad.

Sólo en escasas ocasiones y al filo del mediodía se reunía en alguna cantina. Ahí platicó hasta el hartazgo la aparición espeluznante de aquella madre que habría tenido la mala fortuna de perder a sus hijos y desde un mundo espectral los buscaba entre los vivos. Este suceso irreal obligó a todas las familias a tomar sus providencias, no sólo del oriente de la ciudad, sino del puerto entero. Prefirieron recogerse en sus viviendas apenas que el manto de la obscuridad les cubría, ante el temor de enfrentar la aterradora presencia de la “Llorona”.

XIX

Siglo, en el que empezó la leyenda en el puerto de Tampico
Los que oyeron sus lamentos nunca la olvidaron

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