El presidente Enrique Peña Nieto regresa este domingo al PRI para tomar protesta a los 737 nuevos consejeros políticos –entre ellos 19 ex líderes del partido, ocho gobernadores, 19 representantes del Senado y 71 de la Cámara de Diputados-, que verán desde esa butaca privilegiada el proceso de sucesión presidencial. En términos históricos sería una gran fiesta, y en coyunturales, la plataforma de despegue para las elecciones de 2018. Pero no será así, porque Peña Nieto trae un rendimiento decreciente con su partido, que cada vez lo quieren menos como aliado y más lejos de ellos.
La ruptura de la lealtad con el jefe político que es su presidente, sólo se asemeja a la que provocó Ernesto Zedillo cuando abandonó a su suerte al candidato presidencial del PRI, Francisco Labastida, y entregó el poder a Vicente Fox en 2000. El caso de Peña Nieto, es más complejo y profundo que el de sí relevante de perder el poder: si el PRI no mantiene Los Pinos, la posibilidad de que sus reformas sean desmanteladas es enorme y, de ser así, todo el desgaste y descredito en su administración, habrá sido en balde.
Zedillo paso a la historia negra del partido por la frase original de su poderoso secretario particular, Liébano Sáenz, de “la sana distancia”, que aparentemente dejaba al partido con su autonomía, pero en realidad intervino profundamente en el rara cambiar a seis líderes. Meses después de asumir la Presidencia, Peña Nieto invitó a la dirigencia del PRI a Los Pinos, y les dijo que con el habría una “sana cercanía”, que produjo aplausos y confianza. Sin embargo, golpeó al partido al hacer su Presidencia excluyente, centralizada en la toma de decisiones y castrante con el priismo nacional. Si Zedillo
terminó mal con los priistas, Peña Nieto va en peor ruta. Hace tiempo dejó de ser un activo de la militancia para convertirse en un lastre -por ejemplo, en las elecciones de 2015 y 2016 lo escondieron para que no les produjera negativos-, e incluso, en un enemigo, que es como lo perciben crecientemente muchos
priistas.
El domingo pasado, la empresa Buendía&Laredo difundió su encuesta trimestral de aprobación presidencial, que confirma la tendencia a la baja en el acuerdo presidencial. La caída en la aprobación de Peña Nieto ha sido constante en el ultimo año: 42% en noviembre de hace un año, 32% en marzo, 29% en junio y 25% en noviembre, mientras que la desaprobación aumentó de 51% en noviembre del año pasado, 56% en marzo, y 63% en junio, a 66% en noviembre. Según los expertos, el aumento a la desaprobación no provino de la oposición. “Lo que tenía que perder con ellos, ya lo perdió”, dijo un encuestador. “De donde salieron los nuevos negativos es de los propios priistas”.
Los datos de la encuesta soportan el argumento. En febrero de 2013, la primera medición trimestral de Buendía&Laredo, Peña Nieto contaba con el apoyo del 37% de los panistas y del 35% de los perredistas, pero en el último estudio, la aprobación cayó a 21 y 14% respectivamente, un declive de 16 y 21%. En el caso de los priistas, el 87% de ellos lo aprobaban en febrero de 2013, pero este noviembre la aprobación fue de 52%, lo que significa una disminución de 37%. La animadversión que ha generado Peña Nieto entre los priistas tiene un mayor valor cualitativo que lo que sucede con otros partidos y sus líderes, por la vieja cultura institucional del PRI, donde el respaldo al presidente llegó a ser incluso, sin que sea una figura retórica, hasta la ignominia. Eso quedó en el pasado, como han experimentado los operadores políticos del presidente.
Cuando el país se le caía encima a finales de agosto por la visita de Donald Trump -en la encuesta casi 7 de cada 10 mexicanos dicen que fue equivoca-, el líder de los priistas en el Congreso, César Camacho, les dio una tarjeta con justificantes para que salieran en defensa del presidente. La mayoría de ellos se opuso y una legisladora, muy amiga de Peña Nieto, le dijo: “la mejor manera que puedo hacer para apoyarlo, es no decir nada”. Semanas antes, en las elecciones para gobernador en Tamaulipas y Veracruz, decenas de miles de petroleros que históricamente habían votado por el PRI, lo hicieron en contra del candidato priista. El mismo fenómeno pasó en Durango y Quintana Roo. Las clientelas priistas votaron contra priistas en rechazo a las reformas de Peña Nieto.
Como se aprecia en la serie de acuerdo presidencial de Buendía&Laredo, la molestia de los priistas contra el presidente de su partido es creciente y, por la tendencia, irreversible. No se sienten representados por él, y lo perciben lejano ante la exclusión a la que han sido sometidos. La molestia ha tenido dos puntos cimeros, cuando primero el gobernador de Tlaxcala, Mariano González, y luego el de Campeche, Alejandro Moreno, confrontaron en público a Aurelio Nuño, como jefe de la Oficina de la Presidencia y como secretario de Educación, pero con un argumento similar: no podía tratar despóticamente a quienes, a diferencia de él, que no era nadie -como le dijo Moreno-, habían sido electos por los ciudadanos. En ningún caso intervino Peña Nieto, que estaba presente. Hasta en eso se mantuvo ausente. Y ese abandono se lo están cobrando.
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