CIUDAD VICTORIA, Tamaulipas.- En noviembre de 1839 don Manuel Payno, reconocido escritor, periodista, político y diplomático mexicano, visitó el puerto de Matamoros y sobre este viaje, tiempo después publicaría un extenso reportaje en el periódico capitalino El Siglo Diez y Nueve.
En su época de joven, este reconocido escritor mexicano, autor de la exitosa novela “Los bandidos del río Frío” trabajo en el ramo de Aduanas, y junto con don Guillermo Prieto fundó la Aduana de Matamoros, Tamaulipas.
Sobre la historia de esta importante urbe tamaulipeca, Payno diría que por los años de 1816 o 1818, Matamoros era un lugar desierto y los vecinos de San Fernando de Presas, Reynosa y otros puntos, lo creían inhabitable por lo fangoso y húmedo del terreno. Ocurrió el accidente de que naufragó por aquella costa un buque, y teniendo de ello noticia algunos habitantes de Reynosa, se pusieron en camino para recoger los despojos de la nave. En efecto, vieron que era accesible el terreno, llegaron a las orillas del mar, y encontraron algún barrilaje, cera y otros efectos procedentes de la embarcación. Con las velas y tablazón de ésta, formaron unas tiendas de campaña, estacionándose por algunos días para recoger todo el fruto que las olas les proporcionaran.
La suerte de estos exploradores inquietó a sus amigos y parientes, los cuales se pusieron en marcha en su busca, y los encontraron en la playa, bastante entretenidos y bien aprovechados con los restos del naufragio. A pocos días regresaron a sus casas; pero algunos volvieron a fundar un rancho cerca de la costa, por estar a la mira de lo que acaso pudieran los vientos y mareas ponerles en las manos.
Al paraje donde fundaron el rancho, situado entre el río Bravo y unas lagunas, pusieron el nombre de los “Esteros Hermosos”. Poco tiempo después, los padres misioneros de Nuestra Señora de Guadalupe de Zacatecas, penetraron hasta los Esteros, y le llamaron “Misión del Refugio”. Unas cuantas casitas de troncos de palma y zacate colocadas en círculo, con cercados de espinos y fuertes empalizadas para resguardarse de las incursiones de los salvajes, era el total de la población. La llegada de algunos buques contrabandistas que cambiaban trastes de hierro y porcelana y algunos lienzos ordinarios por mulas y caballos, atrajo alguna concurrencia, y los jacales aumentaron considerablemente. La naturaleza oponía fuertes obstáculos para el progreso de esa población, pues siendo la tierra llana absolutamente hasta la distancia de 25 leguas, y no habiendo sino mezquinos bosques, carecían de cal, piedra y madera propia para la construcción de edificios.
El Refugio fue habilitado para el comercio extranjero, y el de escala y cabotaje por el artículo primero del arancel de 1822, y esto produjo la concurrencia de alguna gente de las villas del interior de Tejas, Nuevo León y Coahuila, y fijó la residencia de algunos extranjeros y criollos de Nueva Orleans. Entre éstos había un joven francés llamado Lafón, hombre industrioso, activo e infatigable en el trabajo. Este examinó el barro, intentó y consiguió hacer ladrillos, descubrimiento que hace época naturalmente en un país donde se carecía de piedra: desde entonces las casas comenzaron a construirse con más solidez y regularidad, o mejor dicho, comenzó a formarse la población compuesta en su totalidad de chozas miserables, de las cuales todavía hay por desgracia una multitud.
Para Manuel Payno, era público y notorio que esta población debía su existencia al contrabando, añadiendo que realmente no era al crimen y al fraude, sino a la actividad del comercio a la que debía su vida.
Sea como fuere, la población de Matamoros llegaba en 1839 a diez mil habitantes, de los cuales unos eran de las villas del interior de los departamentos de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, muy pocos de los de San Luis, Zacatecas o México, y el resto eran irlandeses, franceses, españoles, norteamericanos e italianos.
Las casas de esa época eran fabricadas de ladrillo con techumbres de madera. Tenían una vistosa apariencia, pero eran por lo común estrechas e incómodas. La ciudad tenía varias calles rectas, y la llamada del Comercio puede decirse que era pintoresca. Había algunas banquetas de ladrillo; pero la mayor parte del piso era desigual y extremadamente fangoso y resbaladizo en tiempo de lluvias.
Por la noche estaban abiertas las tiendas de ropa hasta las nueve o las diez de la noche, y en cada puerta había un farol encendido; más cuando se cerraban, la ciudad quedaba envuelta en las tinieblas.
Sobre su llegada a la villa tamaulipeca, Payno recordaría tiempo después:
“[…] cuando subí a la azotea de una casa del puerto de Matamoros. La venida de los nortes había cambiado súbitamente la estación rigurosa del calor en un frío intenso. Pardos nubarrones impelidos por el viento pasaban sobre los tejados: la ciudad estaba casi desierta, y sólo se veían las columnas de humo de las chimeneas deshacerse y confundirse con la niebla. Al frente se divisaba una laguna cuyos bordes estaban limitados por una cinta de bosque amarillento y tostado por la estación […] Los edificios de construcción americana, pintados de amarillo y encarnado, descuellan al lado de los jacales miserables de techos de palma. […] La civilización está invadiendo como en los más de los pueblos americanos, y desterrando los usos y las construcciones primitivas; pero allí más que en otra parte, se hace notar esto, pues ni la fisonomía ni las casas, ni aun los habitantes se parecen a ninguno de los demás pueblos del interior.”
En su relato, Manuel Payno escribiría que aunque los fondos municipales de Matamoros eran crecidos, pues cada barril, paca o fardo pagaba dos reales de derechos al Ayuntamiento, además de otros impuestos, los carreteros, chimoleras y demás, la policía estaba descuidada enteramente, y las rentas municipales se habían dilapidado con escándalo.
El comercio estaba entregado exclusivamente a manos de los extranjeros y uno que otro nacional solo tenía un mal parado y raquítico tendajo.
La importación anual de efectos podía calcularse en dos millones y medio de pesos. Concurrían anualmente sobre cuarenta a cincuenta goletas y bergantines de 60 a 120 toneladas. La mayor parte de las embarcaciones eran procedentes de Nueva Orleans y la Mobila, y por rara casualidad se veía llegar un buque de Europa.
Antes de la retirada a Matamoros del ejército de Tejas, casi no se hacían siembras de ninguna clase; pero desde que llegaron a un país casi extranjero una porción de soldados acostumbrados a los alimentos de la gente del campo del interior, las necesidades aumentaron, y los paisanos comenzaron a sembrar sus labores y sementeras de maíz, así como algunas hortalizas con legumbres, que eran pocos años antes, enteramente desconocidas.
Sin industria y sin agricultura, no tenían los hombres otra ocupación que arrear los bueyes de una carreta que fletaban para conducir los efectos de la barra a la ciudad; así es que cuando se estableció un buque de vapor en el río, lo miraron como destructor de su fortuna, y llegó el caso de que salieran armados con escopetas a la orilla del río a atacar la embarcación.
Las mujeres matamorenses eran más dedicadas al trabajo, pues los ocios que les dejaban sus poquísimos quehaceres domésticos los empleaban en tejer jorongos, costalitos, cojines, alfombras de lana y servilletas, imitando los encajes y blondas extranjeras. En general, esas damas eran extremadamente blancas, de ojos y cabello negro de formas mórbidas, y disfrutaban de robusta salud.
Los alimentos de más uso eran la carne de res asada a fuego lento y café o té endulzado con piloncillo, del cual se introducían grandes cantidades de Linares, Montemorelos y otros puntos cercanos donde se cultivaba la caña.
Así era la ciudad en 1839
Matamoros dista del mar once leguas.
El camino está practicado en medio de un bosque de ébanos chaparros y espinos, triste por sus tintas verdes oscuras y por su mezquina vegetación.
Ni una rosa, ni una amapola, ni un clavel, ni un colibrí, ni un jilguero alegran aquellos terrenos.
Unas cuantas flores amarillas y mustias vegetan ahogadas entre la espesura de las espinas. A una legua de distancia de Matamoros, hay un lugar que se llama Puertas Verdes.
En él está construida una casita primorosa de madera, que con sus balaustrados verdes, su huerta sembrada de cepas y manzanos, y sus verdinegros ébanos plantados a la puerta, quita algún tanto el aspecto tristísimo del paisaje.
En este sitio suelen reunirse en alegre tertulia los habitantes de Matamoros. Siguiendo el camino, se encuentran cada tres o cuatro leguas algunas empalizadas y chozas respirando miseria y abandono; algunos troncos de árbol juntos y embadurnados con lodo y zacate, y hojas de palma por techo, forman la casa del rancho, y aquellas pobres gentes sufren las inclemencias de las estaciones en semejantes cortijos, con una resignación ejemplar, sin procurar establecer aún las más sencillas comodidades campestres.
Estos ranchos son propiedad de algunos vecinos de Matamoros, y para perpetua memoria de su abandono e incultura, han legado a sus fincas rurales el derivado de su apellido; por ejemplo, al rancho de Longoria, llaman el Longoreño, al de Chapa, el Chapeño, y así los demás. Una de las cosas que asombran es ver por las tardes a la caída del sol, a unas muchachonas blancas como la nieve, de ojos negros y mórbidas proporciones, encaminarse a los esteros