Los periodistas suelen tenerle miedo –no respeto– a los intelectuales. Casi siempre trasmiten sus declaraciones y luego las desglosan sin posicionamientos críticos ni contextualizaciones incómodas. Al anunciar en Madrid su libro El llamado de la tribu, el escritor peruano-español Mario Vargas Llosa volvió a cimbrar el ambiente político en México al afirmar que corría el riesgo de un “suicidio democrático” si los mexicanos votaban por el populismo.
En 1990 Vargas Llosa participó en una reunión internacional de escritores e intelectuales para revisar el fin del comunismo en la URSS y ahí sacudió la modorra complaciente de la política mexicana –apenas comenzaba la glasnost priísta– al señalar que el sistema político mexicano era una “dictadura perfecta” porque operaba sin oposición y la crítica era promovida por el propio sistema como forma de legitimación porque era inofensiva.
En México volvió a revivirse esa anécdota para ilustrar la actual advertencia de Vargas Llosa. Sin embargo, la historia de 1990 tiene otros elementos. Luego de terminar su participación, el poeta Octavio Paz –promotor del encuentro y dos meses antes de recibir el premio nobel de literatura– corrigió con energía a Vargas Llosa dejando entrever que el peruano no sabía usar categorías políticas: México, afirmó Paz, no era una dictadura sino un régimen autoritario de partido hegemónico, y eso porque Paz sí sabía qué era una dictadura y había luchado contra dictaduras socialistas.
El problema de las declaraciones del marqués de Vargas Llosa –por decreto real de Juan Carlos I en 2011– radica en la falta de asimilación crítica de sus afirmaciones. En México, en estos días, se han multiplicado referencias a su advertencia de un populista en la presidencia de México. El problema es que no se han hecho las aclaraciones pertinentes: Vargas Llosa, en efecto, es un escritor, pero es también un político práctico. La función del intelectual es la de reflexionar críticamente la realidad, la del político defender una posición ideológica y/o de poder. En este sentido, la advertencia en México fue hecha por el político neoliberal que perdió las elecciones en Perú en 1990 contra el populista Alberto Fujimori.
Y el otro problema es asumir las posiciones políticas e ideológicas que tienen –o mejor: deben de tener– los intelectuales como hombres de letras. Y ahí nos topamos con lo que pudiera decirse que serían las inconsistencias –para decir lo menos– de Vargas Llosa como intelectual. En cada una de sus etapas políticas, Vargas Llosa fue incendiario e inflexible en sus posicionamientos: comunista en Perú, comunista estalinista, socialista castrista, socialista romántico, socialista pesimista, liberal filosófico y ahora neoliberal de mercado al estilo Fondo Monetario Internacional.
Lo menos importante serían las contradicciones; deben ser necesarias en hombres de pensamiento abierto. Lo que políticamente no puede explicarse es que pase de una posición a otra contraria sin explicar de manera coherente sus razones, Un caso concreto: cuando era socialista pro Fidel Castro, Vargas Llosa elogió sobremanera al Che Guevara; cuando estuvo en el territorio liberal, fue destructivo contra el Che; pero no sabemos sus razones.
Los ciclos políticos de Vargas Llosa han sido muy claros: socialista castrista de 1962 a la ruptura con Fidel Castro en 1971 por el caso Heberto Padilla, socialista romántico de 1971 a 1989 antes de la caída del muro de Berlín, liberal de mercado –al estilo FMI– de su campaña presidencial en 1990 a la fecha.
La paternidad ideológica de Vargas Llosa, sobre la cual gira el contenido de lo que conocemos apenas de El llamado de la tribu porque aún no circula en librerías, refleja el lado de mercado de su liberalismo. De los siete veneros ideológicos que cita –Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean François Revel– sólo Smith fue fuente ideológica del liberalismo, el económico de mercado; los demás fueron intelectuales posicionados en la crítica liberal. El liberalismo como cuerpo de ideas-fuerza tiene otros veneros más sólidos: el barón de Montesquieu, Locke, Edmund Burke y de manera sobresaliente el vizconde de Tocqueville, fuente ideológica del liberalismo democrático.
Las posiciones políticas coyunturales de Vargas Llosa no debieran asustar sino conducir a debates de fondo. En México sus afirmaciones sobre el populismo se endosaron críticamente a Andrés Manuel López Obrador, el político populista que compite por la presidencia por el partido Morena. Sin embargo, los candidatos del PRI y del PAN refieren sus propuestas a una especie de neoliberalismo populista, es decir, proponen profundizar el modelo de mercado y no-Estado y al mismo tiempo desarrollar programas asistencialistas a favor de los más pobres. Eso sí, ni a cuál irle de los tres populismos. Bueno, hay que recordar también que Barack Obama se asumió como populista.
El enfoque polar de Vargas Llosa se asume sin espacios intermedios. Los gobiernos que operan en esa polarización suelen enfilarse al abismo, como Venezuela. Pero México con el PRI populista y ahora el PRI neoliberal ha buscado un término medio de mercado con programas estatales a favor de los más pobres. Cuando fue jefe de gobierno de la capital de México, López Obrador fue populista y neoliberal, un modelo que aplicaría desde la presidencia si gana las elecciones. Y ningún partido ha sido más populista –más aún que Hugo Chávez– fue el PRI.
Por tanto, hay que asumir hoy las frases de Vargas Llosa en función de su fase actual neoliberal fondomonetarista, sobre todo porque tiene lucidez y fuerza para volver a cambiar de territorio ideológico.
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@carlosramirezh