La vida urbana es un caligrama, como los poemas de Guillaume Apolinare, el cruce de palabras que buscan un receptor. Las palabras vagan, se revuelven en el transitar por las banquetas. El tumulto, que en ocasiones nos orilla a estar “tete a tete”, con rosones y empujones, entre olores de perfumes infinitos o exquisito bouquet. No hay duda que la ciudad nos acerca a todos a pesar de las diferencias sociales, aunque si demarcada por los nuevos fraccionamientos, bastiones, fortificados, con troneras discretas y con galgos con el hocico abierto.
La ciudad al norte, se divide en jodidos, menos jodidos y súper ricos. Los poderosos, empresarios, comerciantes, políticos, están ubicados de cara al sol en flamantes residencias con visores, guardias armados y ojuelos discretos que miran rayando el sol hasta la jornada de la aurora.
Al sur, una revoltura de clases sociales, amontonadas, con calles a medio pavimentar y con residencias que chipilinean como contraste del triunfo de la vida y la pobreza.
Somos una ciudad de poca maquila, de restaurantes de medio pelo y uno que otro de altura, digo de altura de ciudades importantes.
La ciudad es puramente burocrática, y el creciente y acelerado desempleo tiene a la gente al borde de un ataque de nervios. Un buen acerbo de burócratas ha pasado a la existencia del taquero, panadero, chocolatero y la trampa, ante las graves necesidades que viven en esta ciudad que los ha olvidado.
El desempleo alienta también a decenas de divorcios que truenan y que los matrimonios sean una llamarada de colchón, o un calentamiento global ligeramente acelerado.
Y es que las mujeres ya no aguantan más el hambre y los pollitos dicen pío pío cuando tienen hambre y cuando tienen frío.
Los divorcios están a la orden del día. La ciudad está por reventar y la ola de asaltos amenaza con convertirse en tsunami ante la falta de empleo y la vorágine de despedidos.
Los cuernos han brotado, y a muchos desempleados les empiezan a dar comezón cuando emergen lentamente los cuernos.
Es la etapa más dura de la cornucopia. El desempleo es un fatalismo terrible. O se baja el pantalón o el vestido, o los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán
porque la casa se rompió y la mandan componer con papel, pel, pel, y las casas de cartón no soportan matrimonios efímeros.
Los olores citadinos son un collage, soportar los olores a 45 grados es someterse a la prueba del agua. La riqueza fastidia pero es necesaria, la pobreza es muy bonita y romántica pero vamos al fracaso.
Decía Anatole France, “el robo es punible, pero el producto del robo es sagrado”. La vida es difícil, la carestía de la vida y el desempleo van de la mano. A donde vamos a parar… dice la canción. Si la canasta básica se ha elevado tanto, tanto, que ni parando la cola alcanza y si algunos les gusta tirar el jabón, pues ahora les cuesta Mucho, Mucho, como cantaba María Victoria las caderas de aleta de tiburón.
A donde vamos a parar… ni Dios lo sabe. Porque Dios no hace encuestas presidenciales…