Diariamente recibimos información sobre los diálogos de los candidatos presidenciales con los hombres de negocios, ya sea la “minoría voraz” o secundariamente con empresarios de otro calibre que son los que crean realmente empleos. Se ha asignado un papel preponderante en la política de los que antes llamábamos “poderes fácticos”. Éstos se han convertido en un filtro indispensable para llegar a la primera magistratura. Disiento radicalmente de este enfoque. A los empresarios hay que tratarlos como lo que son, no como un bloque de poder. Su asunto son los negocios, que no la política. Hay que evitar que esta frontera se transgreda como ocurrió en el siglo XIX con la Iglesia. La arenga de Miguel Miramón era “Religión y fueros”, la de los actuales macabeos es “privilegios y libre mercado”. Es necesario un viraje discursivo que coloque el valor del trabajo en el centro de las políticas públicas.
Me correspondió, en la época en la que crecía la inflación mundialmente, hacer frente a la presión de los sindicatos que condujo al emplazamiento de 67 mil huelgas en 1973 y 1974. Absurdamente, la vanagloria de los gobiernos neoliberales es que no les haya estallado ni un solo paro de trabajo. Constitucionalmente, para restaurar el equilibrio de las fuerzas de producción, existen mecanismos hoy abandonados que podrían en cualquier momento ponerse en movimiento. Depende de la voluntad del Estado. Los organismos existentes para ello son tripartitas: representan al gobierno, a la cúpula empresarial y a los sindicatos oficialistas. Ellos son cómplices de la pérdida incalificable de la capacidad remuneradora del salario, que ha sido conculcada desde 1976. Mi pregunta es ¿qué hará un presidente progresista en materia de salarios?
En la construcción de la Constitución de la CDMX, celebramos encuentros con cerca de quinientas organizaciones sociales. Por cierto, ninguna con hombres de negocios, aunque sí con empresarios formales e informales de distintos niveles. Uno de los colectivos más fructíferos fue el organizado por la secretaria del trabajo de la ciudad Amalia García, que abarcó la totalidad del mundo laboral: 58% de informales y 42% de formales. Es indispensable implantar reformas legales y políticas públicas que permitan respetar los derechos de todos, incluyendo la seguridad social y las pensiones dignas. Lamento no haber escuchado ninguna propuesta en este sentido de los candidatos a la presidencia de México.
Todos hablan de combatir la desigualdad, pero no dicen cómo. Sólo hay dos caminos para ello: el fiscal que permitiría aumentar recursos para los más necesitados y el laboral que cambiaría las reglas para la distribución del ingreso. La propuesta del tecnócrata Meade resulta cavernaria, porque deposita en el Banco de México las decisiones en materia de trabajo. El debate es salarios-inflación. El neoliberalismo considera que el aumento del salario es inflacionario, lo que resulta una falacia ya que cuando logramos los más altos salarios en la historia del país la inflación no se incrementó. Por el contrario, durante el sexenio de Miguel de la Madrid, que denegó las demandas de los trabajadores, la inflación creció exponencialmente.
Existe una irrefutable relación entre el estado agudo de pobreza y la política de restricción laboral impuesta por el gobierno. Hoy sólo el 21% de la población puede adquirir la canasta básica, ya que el salario base es cinco veces menor al que debería recibir una familia. El poder adquisitivo de los trabajadores ha perdido el 78% en los últimos tres decenios, mientras que el descenso del salario mínimo llega al 82% y la remuneración promedio al 63%.
Proponer la disminución en las diferencias económicas de los mexicanos sin hablar de la elevación de los salarios es una disimulada concesión a los empresarios. La coyuntura actual abre una posibilidad cierta de abordar temas como las negociaciones colectivas democráticas, el abatimiento de los contratos de protección y la tercerización -outsourcing- que elimina la responsabilidad patronal, así como un nuevo esquema para la fijación de los salarios mínimos que serían determinados por un organismo autónomo, responsable de medir la pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores en cada nivel de salario. Los trabajadores no podrían ser las víctimas de un cambio democrático verdadero, sino sus principales beneficiarios.