Este asunto de la sucesión en el alto mando estatal del PRI de alguna manera permite asomarse al desastre que vive hacia su interior la camarilla que durante todo el tiempo que gobernó se despachó de manera criminal con la cuchara grande. Y también deja al descubierto la situación de los priistas de a pie que sólo ocasionalmente y de lejecitos disfrutaron de las mieles del poder y hoy se encuentran peor que nunca.
El caso más dramático lo encarnan los priistas de la vieja guardia, los que crecieron acatando órdenes porque la disciplina era incuestionable y la obediencia ciega. Envejecieron en la militancia pero nunca les fue tan bien como a sus camaradas que estuvieron cerca de la “caja de las galletas”.
Muchos de ellos ya quedaron fuera de combate, unos ya murieron, otros ven transcurrir sus días en camino al asilo de ancianos y los pocos que aún participan, han sido desterrados por sus propios camaradas de la nueva generación que los sienten un estorbo, sobre todo ahora que escasea el dinero y las oportunidades.
Las últimas décadas, ya en los tiempos del neoliberalismo, con Carlos Salinas asumió el poder una burocracia pragmática, sin moral ni principios, ignorante de su historia, camarillas que se encumbraron con el único fin de medrar del presupuesto. La idea de servir al Estado y de construir mejores condiciones de vida para sus habitantes era lo de menos.
Así operaron los equipos de gobierno desde los setentas pero con mayor intensidad después del ascenso de Manuel Cavazos Lerma al poder. Los gabinetes de Tomás Yarrington, Eugenio Hernández y Egidio Torre dejaron huella por su insaciable apetito de riquezas.
Tal vez lo que más distinguió y distingue aún a estos burócratas, con muy escasas excepciones, es que no dejaron ni el más pequeño rincón del servicio público a salvo de su rapacidad.
Hay personajes que pasarán a la historia por esa facilidad con que hincaron el diente y clavaron sus uñas en el erario público.
Para los anales de la podredumbre quedan personajes como Faruk Fatemi Corcuera, Alejandro Jiménez Riestra, Alberto Berlanga, Juan Miguel García, Miguel González Salum, Pedro Luis Valdez, Alejandro Gil, Pepito Flores, Carlos Laurent y muchísimos personajes más.
Eran ellos en conjunto y por separado los verdaderos beneficiarios del poder, los amos y señores del PRI, los que convirtieron en una franquicia al tricolor y con una especie de fondo revolvente invirtieron millones para financiar campañas a cambio de los más suculentos contratos de obras públicas o de proveedurías multimillonarias de medicamentos, vehículos automotrices, material educativo y todos los suministros que requiere para su funcionamiento el Gobierno.
Es una pandilla numerosa, victorenses en su mayor parte pero con procónsules en todo el Estado, que desde hace dos años empezaron a emigrar a otras latitudes en busca de recuperar la tranquilidad que perdieron cuando el PRI fue expulsado del poder.
Los demás, los que cumplieron extenuantes tareas como operadores encargados de movilizar la estructura partidista y de fabricar resultados a la medida de lo que ordenaban sus jefes, simplemente fueron peones de una aristocracia tricolor que siguen disfrutando de sus fortunas frente a las aguas del Mar Caribe, en San Pedro Garza García, Querétaro o alguno de los barrios donde habita la alta burguesía en la ciudad de México.
Esta raza que se fregó en las campañas a cambio de pequeños o medianos privilegios aquí se quedó porque no tiene a donde irse, en espera que la suerte les cambie y que puedan obtener algo más que la posibilidad de sobrevivir en una medianía que por ahora ven tambalearse.
Hay entre ellos quienes piensan que el PRI ya fuera del poder y sin dinero los tomará en cuenta. Lo dudamos pero basta con que no les llegue otro Checo Guajardo.
Suele sucede que los nuevos salen peores que sus antecesores.