CIUDAD VICTORIA, Tamaulipas.- -¿Güey dónde estás? Yo estoy aquí frente al Sierra Gorda… ¡Ah ya te vi! ¡Ahí voy! Esta escena se repite día a día en la pintoresca esquina del 8 Hidalgo. Casi casi se ha vuelto el kilómetro cero de Ciudad Victoria. Un lugar que pareciera ser clave para todos aquellos que desean situarse en la capital.
Y cómo no, si ha estado ahí ochenta años viendo crecer la mancha urbana. Le ha tocado ver construir a todos sus edificios vecinos, la corrección de las calles y ver desfilar a tres generaciones. Ha observado pasar desde tranvías jalados por mulas, los primeros automóviles, cientos, tal vez miles de choques, desfiles, cierres de campaña, amores y desamores, kermeses con olor a garnachas y un sin fin de atuendos, parroquianos de traje, corbata y sombrero, hasta indigentes apestosos con las miserias
de fuera.
Muchos, si no es que casi todos los que visitan la ciudad, se topan en su camino con este hotel de cuatro pisos.
Turistas, peatones, secretarias, fara faras, taxistas, policías, lavacoches, automovilistas, estudiantes, amas de casa, ciclistas, comerciantes y burócratas perfumados nutren la banqueta que lo circunda.
Sin embargo, sólo una pequeña minoría tiene el privilegio de entrar en el laberinto oculto que resguarda el Sierra Gorda.
El Caminante pidió chance de recorrer el hotel, incluyendo esos recovecos con historia que rara vez son admirados.
Tras recibir la autorización y la cálida atención de las recepcionistas, el Caminante es encomendado a quien conoce a la perfección cada pasillo y rincón del Sierra Gorda, don Toño Nava, encargado del icónico elevador del hotel.
Pero don Toño es mucho más que eso, es casi casi el guardián del acervo cultural del lugar. Con un manejo muy diestro de la oratoria informal, acciona la manivela para subir hasta la azotea.
Tras subir una escalera angosta que no está abierta al público, se accesa a la cima del Sierra Gorda, donde se puede apreciar una vista panorámica de la ciudad en los cuatro puntos cardinales. Si el lector teme a las alturas, ni se le ocurra subir acá, pues la estampa es simplemente abrumadora y bella.
Aquí mero arribota, está la maquinaria original que controla el elevador que gracias al constante mantenimiento sigue activo a sus ochenta años. A un costado está la lavandería, equipada actualmente con sendas maquinotas tipo industrial que dejan las sábanas limpiecitas, pero en un rincón se halla una lavadora con cilindros ¡De madera! De esas que se usaban hace cien años y que aún con el paso del tiempo se ve enterita aunque ya fue jubilada muchas décadas atrás. Llaman la atención cuatro tambos gigantes que contienen el agua que se usa en el hotel. Antiguos mecanismos de ventilación, tubería de hierro y paredes de ladrillo expuesto complementan el paisaje de la azotea en donde los copetes de los edificios aledaños parecen observar fijamente a quien anda curioseando por ahí.
Don Toño y el Caminante descienden y metros más abajo se topan con la habitación 510 en la que hubo la primera estación de música planeada a cargo del señor Dante Singlaterri.
Por el pasillo una de las puertas abiertas emite un olor a perfume, y cómo no, si es la ropería, lugar donde se concentra la ropa de cama limpia y lista para ser llevada a las habitaciones cuando les toca cambio. La estantería de madera y los cajones dan un aire de nostalgia pues parecen transportar al pasado a quien las observa (mínimo
unas cinco décadas atrás).
Más allá está la suite nupcial, la 311 “el cuarto de los novios”, y que se conoce acá entre la raza (entre la ‘plebe’ dice don Toño) como “el testigo mudo”, su decoración ha sido cambiada varias veces, en ocasiones con muebles antiguos, en otras con caminos y pétalos de rosa o velas (el toque romántico para la noche de bodas).
Adelante en el recorrido está el cuarto 207, que era el preferido del doctor Norberto Treviño Zapata en cuyo balcón era usado para los mítines en cierre de campañas a la gubernatura en tiempos pasados.
Este piso también albergó a toda la plana mayor del comandante Fidel Castro en tiempos pre revolucionarios.
El elevador baja hasta el sótano y un paraíso para buscadores de tesoros se extiende frente al Caminante entre penumbras, tanques, herramientas, motores con líneas Art Deco, sillas antiquísimas, chácharas, tubería y difusos rayos de luz que bajan de la acera poniente de la calle Ocho por ventilas diminutas.
Tras caminar unos cuantos metros se yergue imponente una caldera de diésel de más de dos metros de altura cuyas pesadas puertas de hierro fundido suelen albergar en su hirviente interior el cálido abrigo para los huéspedes en los tiempos de frío. La mole metálica fabricada por la compañía Kewanee con sede en Illinois, Estados Unidos aún funciona y es testigo de cómo lo elaborado hace muchas décadas solía ser de mejor e inigualable calidad.
Entre los triques asoma un busto de Beto Ponce, un cantante tenor victorense con una voz tremenda que se presentaba los viernes en el bar del hotel, “La Bodega” (ahora fuera de servicio). La figura estuvo a punto de ir a dar a la basura pero don Toño no iba a permitir semejante atrocidad. Así es como muchos de los pequeños tesoros que resguarda el Sierra Gorda en sus entrañas ha sido rescatado con el correr de los años.
El elevador emerge a la planta baja: al lobby con sus retoques de madera que le agregó la segunda generación de administradores. A uno de los costado luce orgulloso el retrato al óleo de don José de Escandón, Conde de Sierra Gorda (lugar donde se había establecido previamente antes de su viaje colonizador a estas latitudes) realizado por don Pedro Martínez expresamente para la inauguración del hotel en 1938, así como la mesa de las águilas, sólida y perfectamente tallada en madera fina.
Hacia el fondo está el Restaurant Los Candiles, que sigue operando y que es ampliamente conocido por su menú, y que hace cincuenta años su patio trasero (hoy el estacionamiento) era usado como caballerizas y corral con vacas, puercos, y gallinas, además de ser el matadero que proveía los insumos para preparar una gran cantidad de platillos.
El bar, como ya se mencionó, fue otro de los lugares de variedad que sucumbió ante la ola de inseguridad.
El hotel fue remodelado hace añales por Enrique Don León de la Barra, pero para el personal administrativo actual era un misterio saber dónde fregados estaba la placa que marcaba ese hecho. Pero no para don Toño, que va hacia una pared, mueve un espejo con un pesado marco de piedra y descubre cómo la placa se encuentra oculta a sus espaldas. ¡Otro de los tesoros escondidos que pocos llegan a observar! Y como este hay muchos más, como el rostro del Dios Baco en el bar o el medallón dorado en el piso del elevador con la marca Otis en relieve. Hasta aquí el tour de joyas escondidas en el Sierra Gorda. Don Toño tiene aún mucha pila para seguir, pero el Caminante debe continuar su peregrinaje, pero ahora con el orgullo de haber recorrido este increíble viaje al pasado en pleno cruce del 8 Hidalgo. Demasiada pata de perro por este día.