Historias de Frontera: el tercer corazón…
El Tizón era un hombre de pocas palabras y de escasas sonrisas. Originario de Pánuco, Veracruz, se había hecho jefe de la plaza en Nuevo Laredo, Tamaulipas, por sus métodos bestiales para contener el avance de sus adversarios.
Mutilaba, hería, mataba y golpeaba sin remordimiento. Prieto, cacarizo, ojos achalados, con el pelo rizado y dientes amarillos, era la misma imagen de un feroz depredador.
Me llamó a su oficina.
Me recibió con amabilidad, como si fuéramos amigos de años.
-Capitán, es muy sencillo arreglarnos-dijo.
Sin el menor recato, sacó de un cajón de su escritorio, diez paquetes de billetes.
Eran 100 mil dólares.
“Será su bono mensual mi Capitán”, escupió.
Yo estaba recién llegado al puerto, como Jefe de Seguridad Pública. Enviado directamente por el Secretario de la Defensa Nacional. Hasta el gobernador se me cuadraba.
Le dije:
-Correcto. Sólo dos condiciones: al cabrón que veamos armado ¡le partimos su madre!, sea quien sea. Y usted… no sabe quién soy yo, ni yo sé quien es usted-.
Me dijo:
“Como usted diga señor…”
Luego señaló una imagen a sus espaldas y subrayó con una solemnidad de Notario:
-Ahí está mi testigo: San Juditas Tadeo…-
Uno de los momentos más formidables que viví en Nuevo Laredo, ocurrió en una balacera. Estaban dándose en la madre, dos grupos de malandros rivales. Las AK 47, las granadas y las bazucas hacían de la Avenida Hidalgo, un estridente campo de guerra. Teníamos órdenes de no intervenir en ese tipo de acontecimientos; proteger a los civiles, pero no involucrarnos en el fuego cruzado.
Vi a una mujer histérica aferrada al volante de una Suburban, en medio del enfrentamiento. Bella, muy bella. Llevaba a su hijo en el porta bebé. Llegué hasta ellos, a mitad de la refriega. Los bajé de la camioneta y los subí a un taxi para sacarlos del evento.
Horas después, de la tarjeta de circulación saqué su dirección.
Casi al anochecer, estaba en la puerta de su mansión, entregándole las llaves de su camioneta. Me agradeció el gesto. Me presentó a su esposo y a su pequeño hijo.
Me despedí de ellos, con un apretón de manos.
Siempre he sido un afortunado con las damas. A la mayoría –incluyendo a mi esposa- les ha cautivado mi bigote y mi uniforme verde oliva. No hablo mucho. Tengo la certeza de que las miradas enamoran, porque dicen más que las palabras.
Una feliz mañana, coincidí con la dama mientras hacíamos un rondín, en la escuela donde el hermano menor de ella estudiaba.
Creo que le alegró verme.
Me dijo, con voz melosa:
-Me da gusto saludarlo Capitán…-
Me dio el número de su celular.
Lo registré como Mi Tesoro. Es el nombre de una canción de Cornelio Reyna, que mi padre escuchaba en todas sus fiestas en mi natal Camargo, Tamaulipas. A mí terminó por gustarme tanto, que no hay fara fara en la frontera, a los que no se las haya pedido.
Cuando le pregunté su nombre, me dijo:
-Mi marido, me dice Muñeca…-.
Me pareció ojetísimo, llamarle por el nombre que su esposo le llamaba.
Desde ese día, fue Mi Tesoro.
Mientras tomábamos un café en Sanborns, me comentó que le fascinaban las serpientes.
“Me encantaría tener una en casa”, añadió.
Le comenté que era riesgoso por su hijito.
Me dijo, sarcástica:
-Dije, que me encantaría tenerla; no que quiero tenerla…-
Días después, agarré una teibolera con la pierna semejante a Mi Tesoro y la llevé con un joyero.
Le dije:
“Mídale el tobillo. Y me hace una víbora de oro, de media pulgada de grueso y 12 pulgadas de largo, que pueda enredarse en su pierna. De ojos, le pone esmeraldas”.
Se la regalé en una cena. Le dije, que cuando la usara sería la señal de que su corazón estaba listo para el mío.
Preguntó:
-¿Y el tercer corazón?..-
“No entiendo…”, le dije.
-El tercer corazón Capitán. El tercero…-, dijo.
Pensé:
“!Que pendejo soy!..”.
Aseguré, como si lo supiera todo:
-¡Aaaahhhh! Yo lo arreglo…-