Dicen que soy una puta.
Los que me conocen y los que sólo han oído de mí, lo dan por un hecho. No me importa. Y no es cinismo, ni desfachatez. Así me enseñaron a ver la vida. Aquel escupitajo, sólo me lastimó cuando salió de mi padre en una de sus tantas borracheras; cayó en mi rostro, como lodo viscoso, nauseabundo, amargo.
Todavía hoy, ese hedor brota en mis mejillas como repugnante sudor cuando a medianoche me despierta una recurrente pesadilla: verme caminar desnuda, temblorosa, en un desierto helado y áspero, asediada por babeantes y hambrientos lobos.
Dios me dio belleza de sobra.
Mi hermano mayor, me lo contaría 15 años después:
-Mamá, cuando te vio en la cuna dijo: ¡Esta güerca, vino con una estrellota!..
Mi padre me describiría siempre, como “un hermosísimo pedazo de carne blanca, rutilante, con unos ojos con el color del corazón de cedro”.
Mamá murió a la semana de mi nacimiento.
Mi padre que trabajaba -mientras hubiera luz solar- en la siembra y cosecha de hortalizas, se entristeció tanto que duró casi un mes encerrado en su cuarto. Apenas probó bocado ese tiempo. Eso sí: todos los días veía el fondo de una botella de Viejo Vergel, que pedía a sus compadres.
A un lado del rancho, estaba una escuela Preparatoria. La maestra de Literatura, se acercó a la casa cuando escuchó que una recién nacida era cuidada por sus hermanos de seis y ocho años.
Cuando me vio, la profesora se enamoró de mí.
Y cuando mi padre la vio, se enamoró de ella.
Antes del año, mi padre ganó una esposa; yo gané una madre.
A los once años, mi cuerpo dejó de entrar en mi ropa escolar. Mis pechos y mis caderas, eran tan redondos y grandes, que mis compañeros y profesores empezaron a verme diferente.
Por alguna razón, las mujeres siempre se alejaron de mí.
Nunca lo entendí.
Pasados los años me di cuenta que ellas, me percibían como una enemiga; como un monstruo, que pretendía devorar a sus hombres y lo que es peor: aspiraba a devastar sus destinos y sus sueños.
Tuve que aprender, a vivir con mi belleza. A sortear los obstáculos y las bendiciones que de ella emanan. La belleza es como la plata: genera comezón cuando aparece a la vista en mano de otra. Más: lo poco agraciado, no duele tanto como la hermosura ajena.
Desde los 14 años, he visto revolotear hombres en mi alrededor.
Me decía mi madrastra:
-Procura no casarte con un pobre; y menos, con un estúpido. La pobreza, es una de las principales causas del sufrimiento humano; y la estupidez, es una de las formas más repetidas y refinadas de la pobreza.
Aconsejaba:
-No digas malas palabras, hija. Una mujer hermosa, no va bien con las majaderías. Los hombres, admiran y disfrutan las parejas educadas. Una palabrota, es como el mal aliento: retira a las personas pulcras. Las groserías sólo se gozan en la cama, y nada más.
Sugería:
“Si no estás a gusto con un hombre, ¡déjalo!. Los matrimonios, deben durar el tiempo justo: cuando la felicidad mutua, ha dejado de serla. No sufras; ni al irte, ni al dejar ir.”
Añadía:
-Si quieres sufrir lee a Sófocles, a Esquilo o a Eurípides. Intenta no hacerlo por amor. El amor y el desamor, no deben vivirse como tragedias. Aún en el desamor, hay lugar para el recuerdo grato y espacio para rescoldos de felicidad.
Mamá siempre me aconsejó leer.
“¿Quieres saber sobre la Justicia?..
Lee a El Quijote.
¿Quieres conocer sobre la avaricia, el amor y los celos?..
Lee a Shakespeare.
¿Quieres aprender sobre la espera y la esperanza?..
Lee a García Márquez.
¿Quieres percibir la fe y la tenacidad?..
Lee El Viejo y el Mar de Hemingway…”
-Toda la humanidad y sus sentimientos están en los libros-aseguraba.
A tres años de su partida, agradezco lo que por mí hizo y por lo que de mí hizo.
Sus palabras y sus letras, me equiparon para la vida…