A la promesa anticorrupción del lopezobradorismo le está llegando su momento de la verdad. Desde la oposición fustigó sin descanso tanto al presidente Peña Nieto como a sus cómplices. Y supo convertir su cinismo, sus excesos y omisiones en la materia, en una legítima y poderosa arma electoral en su contra. Pero cuando López Obrador asuma formalmente el poder ya no bastará con acusar la corrupción de los otros. Tendrá que demostrar, asimismo, que él y los suyos de veras pueden gobernar diferente. Que no incurrirán en lo mismo que denunciaron, con sobradas razones, cuando eran oposición.
Durante la campaña presidencial López Obrador usó el tema del aeropuerto como una pantalla. Un poco como Trump con el muro, logró que sobre él se proyectaran buena parte de los miedos y las esperanzas que inspiraba su candidatura. Así, hizo que el aeropuerto adquiriera nuevas capas de significado. Que representara una imposición autoritaria, un negocio privado con dinero público, una muestra del sometimiento del poder político al poder económico, etcétera. En un sentido amplio, pero a la vez concreto, el lopezobradorismo transformó el aeropuerto en un símbolo de la corrupción del gobierno de Peña Nieto.
Con la cancelación de dicha obra el Presidente electo quiso mandar un mensaje de fuerza y cambio. Aquí mando yo y las cosas ya no serán como antes. Pero la decisión le crea dos problemas. Por un lado, liquidar un complejo proyecto multimillonario que llevaba 30 por ciento de avance; por el otro, darle viabilidad a la supuesta alternativa. Sobre ambos problemas, si es congruente con su propio mensaje, López Obrador tendrá que asumir plena responsabilidad (manda él) y resolver de un modo intachable (no como antes). Así, lo que fue un símbolo de la corrupción de Peña Nieto será, a partir de ahora, un laboratorio de la promesa anticorrupción del lopezobradorismo.
Los resultados iniciales en ese sentido distan de ser ejemplares. Primero, porque la consulta careció de un marco institucional que le diera legalidad, transparencia y certeza. Se trató, como lo resumió mi colega Claudio López Guerra, más de un ejercicio de democracia dirigida que de democracia directa. Y segundo, porque la gestión posterior ha sido, por decir lo menos, confusa y desaseada. En campaña López Obrador dijo que los contratos eran leoninos, que el aeropuerto era un atraco de la mafia y que la obra estaba manchada de corrupción. Ahora en transición dice que se respetarán los contratos, que ya se puso de acuerdo con los inversionistas y que participarán en las nuevas obras.
La disonancia aturde. Si lo que dijo antes era cierto, ¿es aceptable lo que dice después? Si lo que dijo antes era falso, ¿cómo creerle lo que diga en lo sucesivo?
Si López Obrador tiene pruebas o indicios de que hubo corrupción, lo que procede es investigar, deslindar y sancionar. No un borrón y cuenta nueva, no la negligencia ni el chantaje. Si López Obrador no tiene pruebas ni indicios de que hubo corrupción, entonces hubo engaño. Un engaño que daña la credibilidad del próximo Presidente. Y que va a costarnos, además, decenas de miles de millones de pesos. En cualquiera de los dos supuestos, el aeropuerto como laboratorio de la promesa anticorrupción del lopezobradorismo arroja un primer saldo decepcionante y comprometedor.
El mensaje simbólico que López Obrador envió cancelando el aeropuerto es un mensaje de ruptura respecto al pasado. No más una Presidencia sometida o capturada por el poder económico, no más decisiones públicas en función de intereses particulares. Pero la forma en que resuelva los problemas materiales que crea esa decisión será un laboratorio del futuro de su gobierno. ¿Consultas informales a modo o participación ciudadana en serio? ¿Procesos institucionales transparentes o negociaciones políticas en la opacidad?
Por lo pronto, una cosa es segura: darle la vuelta a la ley y ponerse de acuerdo con los corruptos no es combatir la corrupción, es transigir con ella.
@carlosbravoreg