Durante los últimos meses “cuarta transformación” (4T) se ha convertido en un término de uso cada vez más común aunque con múltiples significados. Se trata de una expresión económica, concisa, que remite sin embargo a un fenómeno propenso a desdoblarse en distintas dimensiones. “Cuando nos preocupan los asuntos de amplia escala y los movimientos colosales”, escribió Giovanni Papini, “nada hay más preciso que una palabra vaga”. Y 4T es justo eso: una fórmula que conjuga, con suma eficacia, grandilocuencia política y ambigüedad semántica. Identifico, por lo pronto, tres acepciones que conviene tratar de distinguir y explicar para hacer más inteligible todo eso que decimos cuando decimos 4T.
La primera acepción es la 4T como pedagogía histórica. Instrumentalizar el pasado como fuente de inspiración para dotarse de una identidad y un sentido de trascendencia. Pero no
proponiendo una nueva interpretación de los héroes que nos dieron patria (como la que quiso hacer el salinismo con Zapata, o el foxismo con Madero), sino renovando una vieja historia nacionalista que había caído en desuso. En parte por anticuada en términos historiográficos, porque los grandes hombres y sus nobles ideales sirven para adoctrinar, no para explicar. Y en parte porque la legitimidad del proyecto de modernización neoliberal de las últimas décadas estribaba en rechazar decididamente el pasado (quizás con la excepción del Porfiriato), no en apropiarse orgullosamente de él. La 4T representa, en ese registro, una épica. Lograr algo que merezca inscribirse en la posteridad. Tener un líder con talla de prócer. Hacer, en definitiva, historia.
La segunda acepción es la 4T como apuesta política. Subvertir los términos en los que se ha desarrollado la vida pública, quebrar las complicidades y las inercias establecidas, cambiar las reglas del juego. Con todo, la lógica de esa apuesta pasa no tanto por fortalecer las instituciones como por concentrar el poder. Porque para el lopezobradorismo las instituciones no son garantía de certidumbre sino fuente de desconfianza. Las normas impiden. Los procedimientos entorpecen. Las burocracias inmovilizan. La alternativa, entonces, es el liderazgo. La capacidad de decidir sin estar sujeto a presiones o límites que impidan el soberano ejercicio de la voluntad popular encarnada en la figura del hombre fuerte que apela, que representa, que actúa. La 4T implica, en este sentido, una ambición. Que querer sea poder. Desmantelar el régimen de la transición y fundar uno nuevo. Menos liberal, más democrático.
La tercera acepción es la 4T como coalición social. Como articulación de una amplia y diversa gama de sectores populares en torno a un descontento más o menos compartido con el statu quo. Como reconfiguración de las lealtades y preferencias de una ciudadanía insatisfecha que ya no se siente representada en el sistema de partidos tradicional pero, al mismo tiempo, está cada vez más ideologizada e “internetizada” (sobre este triple proceso recomiendo el libro de Alejandro Moreno, El cambio electoral. Votantes, encuestas y democracia en México). En fin, como un movimiento que está contribuyendo a redefinir las identidades políticas de los mexicanos, reagrupándolos conforme a nuevas coordenadas y conflictos, y también aprovechando el colapso electoral de sus oposiciones para consolidarse. La 4T supone, en consecuencia, la constitución de una nueva fuerza claramente predominante y, sobre todo, en vías de seguir creciendo ya desde el poder.
Como pedagogía es una restauración. Como apuesta es un desafío. Y como coalición es una novedad. Entendida en esas tres acepciones, la 4T constituye un insólito y fascinante coctel de nostalgia histórica, rebeldía política y reorganización social. Más allá de las simpatías o rechazos que genera, se trata de un fenómeno que pone a prueba las categorías del análisis convencional y que desestabiliza los horizontes desde los que nos hemos acostumbrado a pensar la actualidad.
@carlosbravoreg