Se habla mucho de la desigualdad de nuestra sociedad y se le atribuye ser la causa y motor del cambio político actual. Evidentemente, la desigualdad es real. Su existencia forma ya parte de nuestro sentido común. Hay, además, cierta ubicuidad de una tónica de discurso público que asume para sí un cariz justiciero —o a veces revanchista— que refiere siempre a la desigualdad como motivo y justificación. Todo eso es lógico, previsible, y en muchos casos justificable.
Creo, sin embargo, que para entender lo que sucede en México importa pensar los procesos de cambio por los que ha pasado la sociedad, más allá de las desigualdades ancestrales. Algunos de esos cambios han venido trastocando la jerarquía social mexicana desde hace décadas. De hecho, no vivimos en un país de desigualdades inamovibles, sino que la desigualdad, incluso el aumento en la desigualdad, se ha dado a la par de la subversión de las jerarquías sociales ancestrales.
Para explicarme me remito al ejemplo de la migración a Estados Unidos. La migración sostenida al norte es, sin lugar a dudas, un síntoma de la desigualdad social, pero ha generado un dislocamiento de las jerarquías sociales de género, raciales y de clase en México. En Estados Unidos los migrantes han experimentado una verdadera revolución de hábitos y experiencias, y esa revolución afecta las reglas de la distinción social que habían conocido en México. Así, por ejemplo, mujeres migrantes indígenas compran automóviles usados y aprenden a manejar para llegar a sus trabajos, cosa que sería impensable en sus comunidades de origen, donde manejar un vehículo es un signo de clase y de sexo. Hay en Estados Unidos, también, hombres mexicanos trabajando en la cocina o haciendo trabajos de limpieza. Hay morenos acostándose con blancos o casándose con ellos, o con negros o asiáticos… Se vive, además, la experiencia de agregarse a una categoría social desconocida en México —la de “latino”— que incluye a gente variopinta, que no es necesariamente mexicana. Hay, asimismo, la experiencia de migrantes del campo que
consiguen mandar hijos a universidades americanas, a veces incluso a universidades de elite. Y se da, por último, la experiencia de tener hijos que no aprenden ya el español y que
ostentan otra nacionalidad… Todo eso se da y se ha dado desde hace años, y todo eso trastoca las jerarquías sociales en México.
En México no siempre se piensa en este efecto de la experiencia migratoria. A los patrioteros, sobre todo, les gusta imaginar que la gente viaja a Estados Unidos lo hace únicamente porque está obligada a hacerlo; que lo hace solamente porque “no les queda de otra”. Pero cuando conversas con migrantes algunos de ellos efectivamente fueron orillados a migrar y lo hicieron en contra de sus deseos, pero hay muchos, muchos otros que, cuando les preguntas por qué migraron, responden: “Pa’ que no me cuenten”, o fórmulas del estilo. ¿Pa’ que no les cuenten qué? Pues para que no les cuenten lo vivido del otro lado, para experimentar la transformación social en carne propia.
México es una sociedad que se ha mirado en el espejo de Estados Unidos ya por décadas. Además, los teléfonos inteligentes han permitido que las experiencias que se viven en Estados
Unidos sean transmitidas inmediatamente, y como en México todo el mundo tiene parientes y amigos allá, la crítica social que ha ido surgiendo en México no nace tanto de desigualdades inamovibles, como de una revuelta contra las jerarquías que es posible sólo gracias al hecho de que muchas de ellas han sido ya trastocadas.
A este factor de cambio —que es enorme— importa sumarle otro, que es la subversión de jerarquías impulsado por el narco y las economías criminales. Es éste un tema complejo pero relevante, incluso para entender la competencia política local desde fines de los años ochenta del siglo XX, cuando comenzó a fluir mucho dinero del narco a la competencia electoral en los estados. Nuestra transición democrática se dio de la mano de este nuevo influjo de dinero y de poder al campo político. Y con el narco surgieron nuevos cacicazgos, que a veces terminaron marginando a las viejas familias y subvirtiendo a las viejas jerarquías. En los colegios y los clubes de ciudades como Uruapan, Guadalajara o Morelia los hijos de las viejas familias de elite comenzaron a mezclarse con los de las nuevas narcofortunas. Ahí, también, se ha vivido una subversión profunda del orden jerárquico.
La pujanza de estas y otras transformaciones sociales se nota por todas partes en el ambiente actual. Así, la 4T es en parte también una recomposición de las clases políticas, basada en alianzas entre viejos y nuevos liderazgos. El gesto de López Obrador de vaciar puestos públicos en todo el gobierno federal para hacer nuevos nombramientos obedece a la necesidad de darle cabida a esta argamasa, a estas nuevas clases pujantes. En este sentido, el movimiento responde a una transformación social que ya ocurrió, y no tanto a un cambio que está por venir, y quizá el problema político central no sea principalmente la reducción de la desigualdad —aunque esperemos que sí la haya— como darle cabida política a nuevos sectores medios con voluntad de poder, que se ha venido formando desde hace décadas.