Nuestros pensamientos y creencias dirigen nuestras acciones. Haga- mos un ejercicio. Ubiquemos en un gráfico todas las construcciones menta- les que nos conducen a tomar partido. Por ejemplo, por quién votar o qué hacer con
el aeropuerto. Ese gráfico tiene un eje ver- tical que gradúa un continuo en cuyo to-
pe está lo ultra-racional y en la base la irra- cionalidad extrema, con matices entre es- tos extremos.
En lo más alto de la escala estaría lo más racional y elaborado. Aquello que res- ponde a lo que Descartes llamaba la duda metódica, sugiriendo que la base del creci- miento y del conocimiento reside en cues- tionarnos todo, aun aquellas creencias pro- fundas que a fuego lento fueron forjando nuestras ideas.
En lo más bajo y profundo del gráfi-
co están los actos de fe enraizados emocio- nalmente en nosotros: religión, nacionali- dad o devoción por nuestro equipo de fut- bol. Aquí nada se cuestiona ni se “goo- glea” para buscar razón o explicación. Ten- demos a compartir ideas con “los de nues- tro equipo” para reforzar las convicciones en común, en lugar de exponerlas a los in- cómodos argumentos del “otro equipo”, que suelen generarnos una reacción visceral si ponen en tela de juicio lo que decimos. A menudo estas creencias devienen en fana- tismos; la existencia de matices se diluye, siendo casi imposible tender un puente al otro lado para aproximar ideas.
Las decisiones trascendentales, aquellas que afectan nuestras vidas y las del país, deberían estar motivadas sólo por aquellas ideas ubicadas en el cuadrante de la racio- nalidad. Pero, ¿qué ocurre cuando nos en- contramos con que las circunstancias con- ducen a que las decisiones que ameritan una inteligente, racional —y, por qué no, apasionada— contraposición de ideas, se deciden con base en las creencias o los dog- mas? ¿Qué pasa cuando ya no se puede dis- cutir sobre el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas, la educación o la salud y estos temas —como el futbol o la religión— se vuelven credos?
Una abrumadora evidencia histórica en- seña que la humanidad sólo avanza cuando logra alejarse de la irracionalidad. La In- quisición medieval, a través del miedo y la mentira, impuso credos o dogmas que no se discutían, atrofiando la lógica, ciencia e iniciativa.
La sociedad sólo retomó el progre-
so cuando volvió a refundarse en el saber, construida sobre los hombros de una oposi- ción racional de ideas.
Lamentablemente, dramas como la in- equidad social, inseguridad o corrupción han facilitado el surgimiento de políticos que han sabido explotarlos promoviendo el dominio de credos sobre los temas que de- berían ubicarse en el dominio racional. Pa- ra llegar al poder y mantener o ampliar sus bases, este tipo de políticos gusta de exa- cerbar las diferencias, denostar al pensa- miento disidente y reemplazar la razón por la fe.
Por ejemplo, aquellos gobernantes que monopolizan la palabra o los nuevos cau- dillos del “tuit” buscan el impacto rápido, extremo y simplón, sin lugar ni preocupa- ción para matices o mayor elaboración. La polarización de la sociedad no es su drama, sino su arma.
Todos hemos caído en la trampa que nos tendieron. Cada quien escucha, atiende, lee las noticias o sintoniza los programas que comparten las opiniones afines. Pero mien- tras algunos se ocupan de fundamentar sus posiciones, otros apelan a una superiori- dad moral que no requiere de argumentos, discusión o validación. O se apoya incon- dicionalmente las ideas del poder de tur-
no o se pertenece a una construcción social de “enemigo del pueblo”. En ella caben los cretinos, los fifís, los corruptos, los defenso- res de privilegios, los chayoteros. A ellos se les denuesta despiadadamente, sin esforzar- se en evaluar los méritos de sus posturas.
No será fácil encontrar una solución a esto, pero urge inocular a la sociedad con- tra la demagogia y hace falta un cataliza- dor que inicie la reacción que nos regrese a la racionalidad. No se me ocurre mejor op- ción que apelar al gobernante, al periodis- ta, al académico y al analista a que nos in- cite a priorizar y debatir ideas, a que nos arranque de la inercia dogmática. Un de- bate público que señale la ubicación de los puntos cardinales, que dé referencias, que nos obligue a pensar y a dudar, que nos re- cuerde que hay matices y que sea el eco de todas las perspectivas.