En el patio el balón inmóvil dejó de ser profeta de los goles, dejó de ser la esperanza de una patada que al fin y al cabo termine al fondo de las redes. Aquí no hay viento, pero no se cuela el grito de afuera que hace su llamado a las ciudades.
Si pasas por las banquetas desde ahí reconoces el escenario: las palabras dichas, los pecados graves y sabes de cada vez que se movía el espejo y envejecía el reflejo de los habitantes que abandonaron la casa; niños que lloraban, señoras mandonas, hijos desobedientes y descarrilados, los mejores y los peores tiempos al mismo tiempo.
De todo lo dicho en casa quedan estas dos palabras arrinconadas en una parqueadero de la estancia, un mullido mueble desgastado donde se ponen las manos. Queda el aposento hueco de las nalgas en algún sitio ignorado de ciudad Victoria. A media cuadra hay una parada del transporte urbano y en la esquina hay una cantina abierta.
Queda este estadio vacío como el alma sin una leperada, sin un silbido de aire, sin un rechinar de la puerta que abra a los corredores en el tartán de hombres solitarios.
Mi vista apenas alcanza a la colina y descansa en los oscuros árboles, mentira, es la cortina en la sombra, pintada por el filtro de una fotografía que ya no aporta. Cierro la cortina, me digo a mi mismo, extrañamente comienzo una especie de escalofrío.
Si al menos existiera un regreso. Una mujer sobre la luz de un sol oculto esperando una mirada. Una mujer de cúbito ventral viéndome venir, yendo a donde voy, con los ojos sujetos a la pared para no naufragar en otros cuerpos.
Pero está quien está. Hace falta un poco más de recuerdo para conseguir presencia y que el olvido esté de vuelta. Para decir que ahí estuvimos, que hicimos el amor, que comimos y dormimos, que descansamos y nos pedorreamos, que amamos lo que amamos y hasta lo que no amamos. Pero la casa por más que hago sigue abandonada.
Mientras tiendo la cama recuerdo que yo la vi en el recuerdo, la vi hace alguna ventanas a las que me asome sin ver a nadie más que al árbol. Hará cosa de nada.
Cuando salga de esta casa abandonada habrá viento estival. La noche será el escaparate , la cortina de humo para encontrar otro cuerpo en mi cuerpo. Lúcido, pero encabronadamente viejo.
La mujeres del barrio dirán que soy el hombre de la casa abandonada, el mismo que vieron juntar aquellas piedras enfrente de la casa. Dirán que fueron ciertas todas las mentiras que de él dijeron. Y una que otra verdad será pervertida con descaro por una mujer del vecindario.
Era el viejito, dirán, que venía a comprar jamón de vez en cuando. El que cruzaba religiosamente en la esquina hablando solo con todos sus “egos”. Dirán de todo mientras las piedras sirvan y con ellas en el suelo el niño que fui sabrá qué hacer para quebrar un vidrio, partir una nuez o tirarle a un perro.
Hay tenis viejos suicidados en los cables de luz, de poste a poste el paisaje es una parvada de hombres que usaron calzado y dan al cielo las gracias. Sobre el sonido de los carros, la melodía es un lenguaje en las gruesas ciudades.
En los patios hay Giocondas tendiendo en un hilo su desgastada ropa. En los techos de lámina de las colonias más marginales el hambre ruge, se secan las tripas que cantan su canción fúnebre, la sinfonía con la que el criminal Rascolnikov asesina a una anciana avariciosa de un hachazo en la cabeza.
Nadie descubre al sujeto macilento que pide limosna afuera de un templo. De perdido lo hubieran visto. Los únicos acólitos que lo vieron lo miran con desconfianza, no vaya a ser un ratero, yo la abeja descarriada.
Por fin salgo de la casa que es la ciudad. Llego pero entro a esta otra que es la misma. Abro la puerta y entran conmigo las soledades de un ciudadano corriente de Ciudad Victoria. Me acuesto y me levanto. Hace mucho que no me baño, no sé ría señora.
HASTA PRONTO