No cabe duda que aquí en el camposanto reina la muerte. No cabe duda que aquí reina la muerte en los escondrijos que la noche va forjando, en la monstruosa soledad del horizonte, en el miedo que tiembla entre los árboles. Aquí en la oscuridad del 2 de noviembre, entre risas de profanos y fantasmas ciertos o imaginarios, entre celebraciones y danzas de muchachas escolares, baila la muerte. Y se pinta los labios, los huesos, y ríe a carcajadas, desfila entre los vivos.
Cuando de niño lo traen a uno al camposanto, de veras que viene uno bien aferrado de la mano de su madre, uno tiene las facultades para ver por un orificio, por el rabillo del ojo el lugar donde por un agujero de una tumba aflora la mano, una rama gruesa como de árbol con dedos extraños.
Empieza uno a imaginar historias que no ocurrieron, fantasmas y aparecidos que como siempre sólo en nuestra mente existen, pero qué cuando las contaste a otros niños las creyeron fehacientemente.
“Viene la muerte bajando por entre la nopalera, en qué quedamos pelona me llevas o no me llevas” dice la canción mexicana. Y así tratamos a la calaca en México. A quien se le teme y a quien se le quiere. Y a quien se le ama porque igual llora el hombre por la mujer, que ya quiere que la muerte lo lleve a reunirse con ella.
La tradición o el culto a la muerte es hoy en México un patrimonio cultural de la humanidad. Y sin embargo en esta parte del noreste mexicano se ha combinado con el Halloween de los Estados Unidos.
Todo el mundo sabe que en los panteones ya no están las personas, que ya nada más están los huesos y a veces ya nada más está el polvo, sin embargo van a verlos para volver a imaginarlos, para recordarlos, para contarle las historias como si de veras estuvieron ahí presentes.
Hay quienes van al panteón y les llevan comida y bebida a sus muertos, otros se ponen a beber con ellos, les llevan su llanto, su dolor, la queja de sus vecinas, les llevan sus nuevas amigas, les llevan sus nuevos hijos, las nuevas noticias. Hay quienes se hincan frente a las tumbas, otros lloran. Hay quienes no acuden nunca a ver a sus muertos porque no quieren, porque no creen en eso y nadie podría obligarlos.
Los deudos vienen al panteón por si acaso los ven, para hacerse los encontradizos. Saben que dejaron un hueco, que se apagó el foco de su cuarto, qué hace poco vendieron la ropa que quedó y que poco a poco descolgaron los cuadros con marco y que alguien, no se supo quién, cerró el Facebook del difunto.
Aquí comoquiera no hay muertos. Salieron de sus tumbas a jalarle las cobijas a los vivos, a jalar de las patas a sus deudos.
Vienen a vigilar a sus seres queridos, a echarles una mano, vienen a llorar con ellos y hay muchos muertos que se fueron en verdad y como si no se hubieran ido.
Es que hoy los muertos están en los altares de muertos llenos de flores y de frutas, están en las calaveras que cuelgan de los centros comerciales. En la lotería es “buena” con la muerte y en la esquina con la calavera. Está en las celebraciones del Halloween, en los panteones, en las danzas, en los rituales, en los reportajes de los diarios coloridos y con aroma a flores de Cempasúchil. En los anuncios comerciales, en las actividades escolares, en el papel picado que cuelgan de uno a otro lado de las calles, está la muerte en su dibujo más claro pelando los dientes.
Pero cuídate Juan que por ahí te andan buscando. No cabe duda que la muerte asusta. Te sueñas muerto y te levantas de un brinco y gracias a Dios que estás vivo. Estar vivo es no estar muerto, todavía respirar, hacerla de tos, mover la colita para que no le echen tierra a uno.
HASTA PRONTO.