CIUDAD VICTORIA, TAMAULIPAS.-Corría el año de 1910 en Victoria, los corridos revolucionarios aún no tocaban la inspiración de los compositores, la dieta de los victorenses para salir a realizar largas jornadas, incluía; atole de masa, frijoles, chile y una pieza de pan que en ocasiones, era un lujo que pocos podían llevar a su mesa.
Era la víspera de los tiempos revolucionarios , tiempos de éxodo para muchas familias dónde puso en la mira a las mujeres como soldaderas, enfermeras, espías y hasta mujeres orgullosas de parir soldados. Así las retrata Francisco Ramos Aguirre crónica de Victoria en el libro “Mujeres en la Bola”.
Victoria, aunque era una ciudad apacible, no escapó al ‘silbido’ de las balas, a la riña política y la destrucción…
Hubo pérdidas educativas que no se recuperaron hasta después de 1920 con la ideología de José Vasconcelos, pues antes de esos días, el saldo era negativo en los movimientos revolucionarios entre Carranza, Villa y la presencia de Carrera Torres en Victoria. Los primeros días de enero de 1915, ‘la bola’ provocó la inasistencia de alumnos, suspensión de clases, destrucción de material didáctico y mobiliario, disminución del alumnado.
Cinco años después de 1910, Cruillas, Burgos, Méndez, San Nicolás, Tula, Palmillas, Miquihuana y Bustamante, sufrieron la migración de familias completas, así llegó gente que trajo tradiciones a Victoria como María de la Luz Morado de Jiménez, la mujer que emigró en tiempos revolucionarios para vender taquitos en Victoria luego que las carabinas de rebeldes dejaron sin vida al Hacendado y a su marido, hombre de confianza de Los Hernández en Jaumave.
Lucita, como muchas otras mujeres, emigró a Victoria, donde al menos la actividad económica seguía…
Las mujeres habían andado en la lucha desde tiempos inmemoriales; en 1862 ya había registros de su presencia luchando en la intervención francesa…
Pero luego de 1910 fueron inspiración “Marieta”, “La Soldadera”, “La Adelita”, “Jesusita” y “Valentina”…
La Soldadera, por ejemplo, se vendía en rollos en la década de los veinte y se reproducía en pianolas, luego la llevaron al teatro.
Pero esas leyendas, los personajes y toda una época revolucionaria se gestó un domingo 20 de noviembre de 1910.
Antonia Álvarez Sánchez, originaria de Victoria, vivió también la revolución, ella era muy bonita entonces… y ayudaba a las soldaderas que daban a luz en plena guerra…
“Nosotras les amarrábamos el ombligo con pita o con un paliacate, con un cerillo quemábamos las puntas de ixtle y ya quedaba amarrado el ombligo del chiquillo y a las veinticuatro horas ya estaban montadas en los caballos bien horquetadas”.
Muchas de esas mujeres tenían práctica como parteras, otras apoyaban a médicos en Victoria.
A Victoria entonces le atacaba también la fiebre amarilla.
“No asaltábamos casas, sólo las tiendas grandes para proveernos de lo que necesitábamos, y no crea que todos alcanzábamos, algunos, pues, éramos muchos, esto era como un pago, cada quien agarraba lo que alcanzaba, era a manos libres porque los que tenían tiendas grandes era gente de dinero. Al principio se respetaba, pero en la contra revolución de 1915 a 1920 agarramos parejo”, platica don Juan Monita Estrada, quien en 1992, fecha de la primera edición del libro “Testimonios de la Revolución Mexicana”, tenía 95 años de edad.
Las mujeres, por la autoridad que entonces se les otorgaba como madres, pusieron a sus hijos en las filas de la revolución.
Lo hizo Juanita Torres con el General Alberto Carrera Torres.
Existe la anécdota de una mujer en Llera, en el año 1913, cuando los constitucionalistas del coronel Heriberto Jara, pasaban por ese sitio y se unieron a una fiesta que se celebraba en el lugar…
El muchacho dijo: “Yo no me he ido por cuidar a mi madre”, y la señora respondió: “Yo no necesito que me cuides, estoy sana y fuerte y sé trabajar, no te has ido porque no has querido, ¡Ándele¡ coja su cobija y vaya con el señor a pelear duro contra los asesinos”.
El agua se tomaba de las acequias o las alcantarillas y los hijos desaparecidos se buscaban luego, también a través de cartas desgarradoras, platica Francisco Ramos Aguirre…
Pero pocas supieron de ellos…
Esa lucha duró para unos, años, que parecían siglos, para otros como el profesor Alberto Carrera Torres, la vida revolucionaria fue apenas una intensa llamarada, cuenta don Esteban Córdova Mireles (finado), originario del ejido Llano de Azúa en Palmillas.
“La suerte y la gracia de mi General Alberto Carrera Torres, le tocó como el 16 de junio de 1916, lo agarraron prisionero en un cerro de San Luis Potosí, eran las fuerzas del gobierno. Lo tomaron preso y lo llevaron a Victoria, los valientes de él fueron por sus restos el 22 y solos se los trajeron para Tula en un Guayin con mulas. Llegaron a Palmillas con él y ahí velaron los restos en Palmillas.
Los restos y el general Mayor, los Vargas de Miquihuana, Coroneles y Capitanes Villanueva, los Medrano de Tula, toda la noche le hicimos guardia haciendo su bienvenida a los restos, y otro día por la mañana se lo llevaron a Tula”…
Al finalizar la lucha revolucionaria, los Generales tenían la gloria, muchos campesinos no vieron la justicia revolucionaria. Pero luego de 1920, comenzó la revolución intelectual, en otro México.
La ciudad de la Revolución
Típica y forzosamente, la Revolución Mexicana, (la gran conmoción política así llamada con tal de unificar fenómenos y movimientos muy distintos), rehace o redefine a la capital en su etapa de intensidad extrema, entre 1910 y 1930. Entonces el Ateneo de la Juventud se divide entre los partidarios del cambio y los de la inmovilidad que distribuye ventajas de clase y poder.
Unos cuántos, muy conservadores, quieren la reelección de Porfirio Díaz; otros se desentienden de la política, entonces el sobrenombre de la ciudad. Ya en 1910 la tendencia es eliminar lo superfluo, y esto incluye el mundo libresco, educado en la indiferencia ante lo que ocurre. Reyes le escribe a Henríquez Ureña el 6 de mayo de 1911:
“Quisiera salirme de México para siempre: aquí corro riesgo de hacer lo que no debe ser el objeto de mi vida.
Como no tengo entusiasmos juveniles por las cosas épicas y políticas, ni la intervención
yankee ni los conflictos me seducen gran cosa. Preferiría escribir y leer en paz y con desahogo… De la ciudad nada tengo que contarte: nada sucede aquí en tu ausencia”…
Y esto lo dice Reyes en la víspera del triunfo de la Revolución, con la ciudad agitadísima, en medio de conspiraciones y detenciones. Un mes más tarde, el 6 de junio, don Alfonso insiste en su queja: “He tenido más contrariedades de lo que puedes suponer.
Los disturbios de México han llegado a molestar la vida privada de las gentes”. Y sin embargo, con ánimo extraordinario, Reyes prosigue absorto en su vida de libros y bibliotecas. Otros escritores son descaradamente apocalípticos.
En la segunda serie de Mi Diario, en la entrada del 26 de mayo de 1911, con el regodeo melodramático del civilizado ante la invasión bárbara, se conduele el novelista Federico Gamboa; autor del primer bestseller mexicano del siglo XX, Santa, la historia de una prostituta “redimida por la tragedia”:
“El servicio telegráfico de la prensa de aquí, me da la noticia: anteayer presentó el General Díaz su renuncia ante la Cámara de Diputados, que se le admitió, menos un solo voto, por inverosímil que parezca y Mayoría absoluta!!!… ¡Parece mentira lo uno y lo otro!”.