Hace rato andaba buscando una pluma. No una pluma de ganso ni de algún exótico animal, o de esas con las que rellenan las almohadas, sino una pluma con las que se escribe, esas plumas que antes buscabas y encontrabas.
Luego de un buen rato de buscar inútilmente por toda la casa, les participo con profundo dolor la extinción de las plumas en mi casa. No me di cuenta ni cuándo ni cómo, ojalá y hubiese sido a propósito. O que fuese una broma de mal gusto de alguien que, sabiendo de mi afecto y de mi recurrencia hacia ellas, la hubiera escondido en un lugar muy secreto que ni yo mismo conozco. Aún así no la encontré, siendo que conozco la casa como me conozco. No estaba en el clásico «donde la dejé». Tampoco la encontré donde la había encontrado otras veces desolada.
La ocupo para hacer unas rayas en un papel. Tal vez haga un dibujo. La ocupo para hacer un popote. La ocupo porque sí, para lo que me dé mi gana, para lo que se me ocurra de repente, para escribir un mensaje, el pie de un telegrama. Para enredar un hilo, para enrollar una cinta scotch, para soplarle la tinta, la última gota de sangre que tenga.
La ocupó desde el inconsciente de niño que me cargo, para dibujar un carro, una casa, una calle con un árbol. No sé, últimamente hacía toda clase de garabatos. Tal vez por eso las plumas se fueron.
Se fueron como se han ido otras cosas. Como se fueron las ideas que pasaron de moda, se fueron palabras que ahora se les llama anacrónicas, se fueron las risas y ahora son silencios profundos o muecas en la cara. A lo mejor por eso se fueron las plumas que nos dibujaban.
Se fueron porque las rebasó el tiempo, porque les ganó la tecnología, porque se volvieron estatuas de sal, fotografías viejas, nostalgia de un hombre que escribía. Uno sabe que la pluma eran un arma secreta. Había seres humanos con una pluma en la mano o con una pluma en la oreja. Había hombres que hacían que una pluma dibujara a otra.
Un día alguien tomó una pluma y con 3 palabras concluyó una guerra, pero inició otra, la más temible, aquella guerra sin palabras, la verdadera guerra fría.
Un día encontraste una pluma y con ella escribiste tu nombre de pila y tus apellidos completos. Escribiste el nombre de otros, hilbanaste la historia de la vida a una tinta, en un cuaderno de doble raya, a un espacio. Y firmaste al calce con un garabato irreconocible por otro garabato.
Las plumas vivían arriba de los escritorios con algunos lápices, borradores y peces de colores. A veces dormían entre los dedos cansados y se perdían efímeramente en los días de olvidos y sin textos escritos. Se perdían también en cartas que no se escribieron porque no hubo palabras, porque las palabras se volvieron hechos. Hubo ese misterio hermoso de todo lo que no escribiste porque no quisiste, porque estuvo mejor que en lugar de palabra se volviesen palomas.
Poco a poco me doy cuenta que también se han ido perdiendo los cuadernos. Se convirtieron a tablillas de arcilla en modo pasado histórico, papel que se quema a los 451 grados Fahrenheit, la temperatura a la que los libros se sueñan.
Sigo buscando la pluma y no pierdo la esperanza de encontrarla. La última que vi era una pluma amarilla con tinta roja, con ella dibujaba unos labios. Había otra de tinta azul, la mayoría eran de tinta negra. Y pensar que escribir todo esto, sin una pluma, hace algunos años hubiese sido un poema.
Tampoco imaginé escribir pluma sin una pluma, o sin un lápiz, sin una Crayola, o sino una brocha gorda, o escribirlo en la tierra con una vara, jamás pensé escribirlo en el aire y que viajara y que volviera a la memoria sin un agradecimiento de niño nostálgico que raya en la palma de su mano.
Qué bueno que las aves recuperen sus plumas aún manchadas de tinta. La pluma, esa herramienta que por muchos años sirvió para escribir nuestra memoria. Plumas de poetas nostálgicos que pierden una pluma y la traen en la mano infinita.
HASTA PRONTO.