Los controvertidos anuncios con los
que Andrés Manuel López Obrador
inicio el año, construir 2500
sucursales bancarias en zonas aisladas y
ofrecer salud gratuita y universal a través
del Insabi, dejan en claro dos cosas: uno,
que el presidente regreso de sus vacaciones
recargado y dos, que está dispuesto a
llevar hasta sus últimas consecuencias su
consigna de “primero los pobres”.
Las dos medidas han sido duramente
cuestionadas por adversarios y comentaristas.
Algunos consideran que las prioridades
de AMLO bien podrían llamarse “primero
lo pobres, y después la racionalidad”.
Encuentran absurdo que el Estado se
convierta en banco y construya una red de
sucursales allá donde no existen economías
de escala para que operen con un mínimo
de rentabilidad; y les parece una fantasía
descabellada el proyecto de ofrecer
servicios médicos y medicinas gratuitas a
todos los mexicanos con cargo al Estado,
cuando el IMSS se ha mostrado incapaz de
ofrecérselo a sus agremiados, a pesar de
contar con las cuotas patronales. El patrón
de beneficiarios del IMSS apenas supera los
12 millones de derechohabientes, la población
mexicana que tendría que ser cubierta
ahora sería del diez veces mayor.
Y pese a todo ello, estoy con el presidente.
Parafraseando a Pascal (el corazón
tiene razones que la razón no entiende), la
ética social tiene razones que el mercado
no entiende; el combate a la pobreza es un
imperativo moral y un acto de justicia que
no puede estar subordinado a la tasa de
retorno dictada por un Excel diseñado en
Paseo de la Reforma. Llevar una sucursal
bancaria a la sierra de Oaxaca o a las estepas
de Zacatecas para atender a una población
dispersa de cinco mil personas es
un acto de inclusión que les debemos a los
marginados de toda la vida. Oportunidades
iguales a los demás es una abstracción
mientras los más desprotegidos carezcan
de internet o una cuenta bancaria que les
permita recibir transferencias y participar
en el mercado. Las empresas no van a ir
a ellos, lo cual significa que en la práctica
seguirán existiendo ciudadanos de primera
y de segunda; por lo mismo, es responsabilidad
del Estado subsanar tales distorsiones.
Es en efecto, la misma responsabilidad
social que asumió el gobierno cuando
decidió llevar a electricidad a todos los
pueblos aun cuando buena parte de la red
rural escapara a la racionalidad económica.
El tema de la salud universal es más
complejo. Lo que está haciendo el presidente
es un poco lo que dicen que dijo
Guadalupe Victoria al tirar su arma en
dirección a los enemigos: “va mi espada en
prenda, voy por ella”. López Obrador sabe
que no hay condiciones para hacer factible
a corto plazo una salud universal y gratuita,
pero no hay manera de llegar al largo plazo
si no comienza por el corto plazo aun
cuando este se quede corto y provoque
el llanto y el crujir de dientes en la propia
estructura de salud pública. Justamente eso
es lo que quiere, tirar “en prenda” un objetivo
e ir por él, aunque la realidad resulte
desbordada por el ambicioso propósito.
Al hacerlo así el presidente está buscando
dos cosas. Primero, dejar “posicionada”
la noción de que todo mexicano tiene el
derecho a recibir atención médica y medicinas
y que eso constituye una responsabilidad
colectiva asumida por el Estado. En
la medida en que la población asimile esa
noción terminará convirtiéndose en una
reivindicación social y por ende en parte
de la agenda de los actores políticos. Y,
segundo, porque aún cuando sea inalcanzable
por ahora, le ofrece al presidente un
referente para empujar recursos, presionar
estructuras y exigir sacrificios en esa
dirección.
Al respecto quisiera insistir en la
necesidad de no subestimar la capacidad
de AMLO para sacar adelante los proyectos
que son fruto de su obstinación. No
habíamos tenido un presidente que alineara
tantos factores a su favor: capacidad de
movilización social real, la ausencia de oposición
efectiva, control del aparato institucional
en los tres poderes, energía personal
y capacidad de trabajo. AMLO sacó adelante
la Guardia Nacional, el voto secreto y universal
en sindicatos o leyes implacables en
contra de la evasión fiscal donde otros no
pudieron. También conseguirá su aeropuerto,
su refinería o su Tren Maya. No sé
si logre un sistema de salud para todos los
mexicanos en los cinco años que quedan,
pero no tengo dudas que volcará al sistema
en esa dirección. Y eso es bueno.
Durante muchas décadas ignoramos a
las regiones atrasadas, a las ramas tradicionales,
a la población necesitada hasta crear
dos México contrapuestos. La elección
de López Obrador fue el reclamo de ese
otro México y las acciones de su gobierno
intentan atenuar esa brecha sin provocar
el caos o la violencia social. Puedo estar
en desacuerdo con la manera en que se
encaró el combate al guachicol o el reparto
de pensiones a los ancianos, pero estoy
abrumadoramente más que de acuerdo
con que se haya encarado.
Muchas de las críticas pueden ser bien
intencionadas y siempre serán bienvenidas
las sugerencias para corregir errores y
desaciertos, pero no habría que perder de
vista la urgencia de enfrentar ya rezagos de
siglos, sobretodo considerando lo efímero
de un sexenio. La racionalidad desde la
cual se critican estos proyectos de AMLO es
la racionalidad del México emergido que
por ceguera o mezquindad simplemente
no alcanza a percibir que el hambriento y
el olvidado han convertido la esperanza en
exigencia. Ha llegado el tiempo de invertir
las prioridades con las que veníamos operando;
eran las prioridades de los Aspes,
los Fox, los Videgaray, los millonarios de las
listas de Forbes, los sectores mimados de
Santa Fé, Las Lomas, Colinas de San Javier
o San Pedro Garza. Todos ellos caben en
los cinturones de miseria que rodean el
Valle de México o que pululan en la sierras
del Istmo. Ahora es el tiempo de ellos, y
justamente eso es lo que significa “primero
los pobres”.