No sé por qué me siento
solo en la calle si no hay
nadie, como cuando
estamos todos. Volteo para
los lados y es como siempre,
nada que se me parezca, con el
mundo al revés y tan lleno de
contradicciones.
Algunas figuras, calendarios
que me retrataron fueron
cayendo despacio de las
paredes desgarradas del
domingo. Nadie les dijo que
resbalaran, se fueron solas.
Todos los domingos se
parecen y son el mismo día con
diferente número de llamadas,
aunque hay otras días que se
parecen.
La soledad quizás sea esto,
tan inmediato. Es un golpe
certero y fuerte. Es una callejón
oscuro que imposibilita las
miradas. Está de más decir que
hay días repitiendo las mismas
canciones. Hay gente en el
coche bien recio o escondida,
escuchando por si un abrazo
solidario impide que uno entre
todos se vaya.
La soledad es un acto de fe
con lo último que nos queda.
Es recordar lo que se olvida
por sí mismo. Ni siquiera es
un portazo en la puerta, un
adiós definitivo. No, la soledad
tampoco es un silencio absurdo
ni nervioso, ni mudo. Durante
el día hay lugares donde se
junta la soledad más sola que
nunca y recorre las cárceles y los
hospitales.
Cuando es domingo, la gente
sin embargo espera a los los
lunes alrededor de los libros y
de los excusados, de los baños
públicos, en las escaleras de
un gimnasio. Se reúne en torno
a un accidente, un robo, una
golpiza, una pelea de perros.
Y en seguida huye. Hace fila
para comprar antes de que se
acabe lo que puede acabarse. Y
la oferta sin embargo continúa
toda la semana y no está sola.
Hay además en su derredor un
mundo de mercadotecnia.
La soledad cuando no se
explica es como sentirse lleno
sin haber comido. La soledad
del domingo es a veces una
moneda hueca porque baste
una llamada. Al otro lado de la
línea puede ser cualquier día.
Una promesa, un recuerdo, una
tontería.
Los domingos se parecen
a las primeras sonrisas, a las
etapas infantiles, a la memoria
precisa de la primera vez que
nos caímos antes de llegar
a la tienda de la esquina, a
los columpios de lámina. El
domingo es un triciclo, un
cono de nieve, un resbalón con
una cáscara de plátano.
A ciertas horas del día el
domingo es como cuando le
acaban de meter un gol al
Correcaminos. Ya sabe uno
qué cara poner ante estas
tragedias, se ensaya desde que
antes de salir de casa.
Entonces pides que el
equipo pierda, que sea una
goleada, nada más para ver la
cara del público espectador
que paga su boleto. Pero le
atinas y este es el único partido
que el equipo gana. Estás
solo, y rindiendo un homenaje
a tu mente encontradiza,
recuerdas que el domingo el
Correcaminos no juega.
La estampa es un aeroplano
que anuncia una fiesta y abajo
la rueda de la fortuna del
domingo da vuelta en un libro
de primaria. El domingo viaja
en su vieja bicicleta.
En domingo se vende el
color amarillo a manos llenas,
se cambia por una fiesta, por
otro color, un morado, un
guindo. El sol ocupa otros
colores para andar por el
centro. Las sombras también
se ocupan de los postes
inmóviles.
Estoy en el momento exacto
en que se han ido todos y no
ha llegado nadie. El punto y
seguido especula con el futuro.
Parece que ya no hay micros,
ni a quién preguntarle.
Esa sí es soledad, me digo,
para no contestarme. Es
domingo bajo los pies que
pisan cristales. En la soledad
cae la tarde, oscurece y en un
momento dado ni yo mismo
me escucharé por las calles.
Seremos todos y al mismo
tiempo ninguno. Solos y
acompañados.
Me acerco a la tarde de este
domingo, a sus hojas caídas.
Tomo estas fotos, soy el que
aparece solo… el de cabello
largo.
HASTA PRONTO.