Me pregunta mi nieto si falta mucho para que yo cumpla mil años.
Divertido, le respondo que sí, que faltan muchísimos años para mi milésimo aniversario. La cara se le ilumina con una esplendorosa sonrisa de triunfo: “Entonces falta mucho para que te mueras”. Es una declaración de amor que me pone la piel chinita.
No sólo nos aterra la presciencia de la muerte propia, sino también la de los seres queridos. Descubrí en la infancia, con horror, que la gente moría, irremediablemente moría, ¡maldición!, y que, por tanto, morirían mis padres, mi hermano y yo mismo moriría.
Una noche de domingo, después de un delicioso fin de semana en un balneario morelense, me encontraba a oscuras en mi cama, sin poder conciliar el sueño mientras ya todos los demás dormían, cuando aparecieron esbeltas figuras de formas femeninas que se movían extrañamente ante mis ojos. El ángel negro me visitaba por primera vez. Me pareció que era el aviso. Temí que la muerte estuviera acudiendo por mí. Traté de sobreponerme, pero supe que si me quedaba dormido en ese instante, moriría.
Abrumado de angustia, me levanté y me dirigí a la recámara de mis padres. Sólo una persona en el mundo podía ayudarme o, por lo menos, confortarme: mi papá. Me escuchó cariñosamente, como siempre, sin reprenderme por mi cobardía, sin impaciencia. No negó la brevedad ni la fragilidad de nuestras vidas. Me hizo ver que, precisamente porque es tan breve y tan frágil, había que disfrutarla todo lo posible… mientras pudiéramos hacerlo. Me enseñó en aquel momento lo que años después Vicente Quirarte llamaría el diario privilegio de la vida.
Me llevó a acostar y se estuvo conmigo hablándome de futuros paseos, futuras películas, futuras peleas de box. Me sentí invulnerable. No sin miedo a la muerte, que siempre me ha sino con la certeza anímica de que esa noche no moriría. Mi papá estaba conmigo y, por tanto, nada podía pasarme. Ya no estaba inerme. El monstruo del miedo estaba vencido no porque hubiese desaparecido sino porque esa noche yo había resistido, lo había dominado —¡vaya victoria gloriosa!— y así podría dormir con la serenidad recobrada.
Quienes amamos la vida
no nos resignamos, aunque lo sepamos un destino inevitable, a la muerte. Miguel de Unamuno es contundente sobre esta rebelión: “No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y que me siento ahora y aquí, y por eso me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia” (Del sentimiento trágico de la vida).
Y Elías Canetti dice de la muerte: “Me parece lo más inútil y maligno que ha habido nunca, la calamidad fundamental de cuanto existe, lo incomprensible, lo que jamás ha sido resuelto, el nudo en el que, desde siempre, todo se encuentra atado y cogido y que nadie se ha atrevido a cortar” (La provincia del hombre).
En la pesadilla que estamos viviendo, el miedo a la muerte está tan omnipresente como el virus que lo acrecienta. Escuchamos
o leemos con espanto las cifras diarias de asesinados por ese demonio, provisto de una ubicuidad tal que nadie en el mundo puede considerarse a salvo de su asechanza. Esta nueva peste no sólo agudiza el temor a morir, sino que, además —por el encierro, las tribulaciones económicas a que ha dado lugar— provoca ansiedad, estrés y hasta depresión. Y duelo si ha matado a un allegado. Como observa Sandro Galea, catedrático de la Escuela de Salud Pública de Boston: “Esta crisis es un acontecimiento traumático masivo sin precedentes, mayor que ningún otro por su dimensión geográfica”.
A pesar de todo, y justamente porque la pandemia está llena de terror y por lo horrenda que está resultando, quienes tenemos la fortuna de seguir vivos podemos disponer —además de tomar las providencias higiénicas aconsejables— de un arma magnífica para hacerle frente: el ánimo, palabra que proviene del vocablo latino animus —espíritu—, y que significa actitud, disposición, temple, valor. “La civilización nace del empeño animoso de superar el luto”, pues los humanos “constituimos cofradías de perpetuación y glorificación de la vida”, advierte Fnernando Savater (Diccionario filosófico).
Y cuando la pandemia haya pasado, tal vez hayamos aprendido a quejarnos menos, a valorar más la vida y a disfrutarla más.acompañado