Desde hace 72 horas Andrés
Manuel López Obrador ha estado
operando en modo “jefe de Estado”.
No solo por su desempeño en la visita
a Washington, también por la actitud
moderada e incluyente de los últimos días.
En la mañanera de este viernes, la única
celebrada tras su retorno, AMLO exhibió
al estadista que se asomó en los discursos
del día de la victoria el 1 de julio y, sobre
todo, en el de la toma de posesión el 1
de diciembre. Un presidente para todos
los mexicanos y no solo para los más
necesitados. Por ningún lado apareció el
líder rijoso de la fracción 4T convencido de
que la única manera de impulsar su agenda
es confrontando y descalificando a los que
no coinciden con él. Por primera vez en
muchas semanas no pronunció la palabra
neoliberal o conservador, no se quejó de
los adversarios, del diario Reforma, de los
periodistas o del cochinero que le dejaron.
Por el contrario, cuestionado sobre las
declaraciones de Trump respecto el muro,
insistió en que la única manera de avanzar
es la búsqueda del beneficio mutuo, aceptar
las diferencias pero concentrándose
siempre en las coincidencias.
La mera posibilidad de que esa estrategia
pudiera extenderse a todos los frentes
abiertos cambiaría, para bien, la historia de
este sexenio. Más aún, el mayor beneficiado
sería el sector empobrecido que, con toda
razón obsesiona al presidente.
Habría que insistir que los alcances del
gobierno para construir una sociedad más
justa y menos desigual son muy limitados.
Los subsidios masivos ayudan pero no
alcanzan para transformar la realidad.
Tiene razón el mandatario cuando afirma
que el crecimiento no basta para mejorar
la situación de los pobres, pero lo contrario
también es cierto: sin crecimiento no es
posible erradicar la miseria. El boquete
es demasiado grande para ser llenado
simplemente con una administración pública
menos corrupta o con recortes adicionales
a un gobierno que comienza a estar en los
huesos.
Producir más no es suficiente, pero
es indispensable. De la misma forma que
la salud no basta para producir felicidad,
pero ser feliz sin ella resulta poco menos
que imposible. El sector privado (nacional
y extranjero) es responsables del 75% de la
producción del país; si la 4T no encuentra
la manera de involucrar a los empresarios
y un clima favorable a la activación de
los negocios, los cambios habrán sido
superficiales. Ni siquiera le quedará el
consuelo de llevar a rango constitucional la
obligación de ver por los pobres, los ancianos
y los jóvenes. Como nos han mostrado los
vaivenes sexenales, lo que un congreso quita,
otro otorga y viceversa.
Y por otro lado, el crecimiento no
se consigue por decreto. Convertir a los
empresarios en villanos (lo sean o no) como
hace el presidente en cada mañanera,
simplemente los invita a retraerse.
Frente a un clima adverso o desdeñoso,
muchos de ellos han comenzado a optar
por enconcharse, por detener planes e
inversiones y esperar cuatro años. Los
más indignados incluso van más allá y han
empezando a reunirse para desarrollar
estrategia de resistencia a las políticas de
la 4T. Satanizarlos por eso no hace sino
empeorar una polarización en la que
perdemos todos.
Esto no significa claudicar en la agenda.
El presidente conciliador que vimos esta
semana o en la primera de su gobierno,
sería capaz de convencer a los factores de
poder que el desequilibrio del sistema y el
consiguiente riesgo de inestabilidad, exigen
ajustes mayores y obliga a pendular a favor
del México marginado. El malestar de los
sectores populares, la exasperación y la
violencia están a flor de piel y eso lo sabemos
todos.
En sus relaciones con Trump, López
Obrador ha demostrado que existe en
él un estadista que, por alguna razón,
decidió no activar en sus relaciones con
otros factores de poder. O viceversa, en
lo referente a Estados Unidos mantuvo a
raya al pendenciero que despliega ante la
prensa o los empresarios. Muchos habrían
esperado que en nombre del honor hubiera
mandado a paseo al neoyorquino; nada
más fácil. Por mucho menos que las
humillaciones recibidas de parte de Trump,
nuestro presidente consiguió incordiarse
con la corona española. Sin embargo,
nadie puede ignorar que la enemistad con
Washington habría acarreado la miseria
de muchos mexicanos o convertido en
un infierno la vida en la frontera. Un ex
abrupto de la Casa Blanca puede provocar
la ruina de aguacateros en Michoacán, agro
exportadores de Sinaloa o la de miles de
trabajadores maquileros de todo el norte
del país. Contra todo pronóstico, AMLO
consiguió que la hostilidad proverbial de
Trump no se tradujera en un daño mayor,
obtuvo un nuevo tratado comercial e incluso
otra actitud frente al tema migratorio.
Se dirá que el mandatario
estadounidense actúa en razón de su propio
interés electoral o que el gobierno mexicano
hizo concesiones respecto a la migración
centroamericana. Sin duda, pero el hecho es
que nuestro presidente fue capaz de negociar
lo más por lo menos con un interlocutor
célebre en el mundo por su carácter
caprichoso y abusivo. No es poca cosa.
La pregunta es ¿por qué no ha hecho
algo similar en otros frentes? ¿Por qué
ante Trump se negocia a partir de las
coincidencias y se dejan a un lado las
diferencias, mientras que en política interna
la consigna es un categórico y belicoso “si no
están con la 4T están en contra”?
O quizá lo verdaderamente útil no es
responder a esa pregunta, sino a la siguiente:
¿es posible que los próximos cuatro años
AMLO mantenga la actitud mostrada estos
días y actúe como un jefe de Estado capaz de
negociar y gobernar para todos, en lugar de
polarizar y dividir al país en buenos y malos?
Esta semana López Obrador alcanzó su
mayor éxito en términos políticos en lo que
va del sexenio. Él mismo lo sabe y se le nota.
Lo consiguió dejando atrás cualquier asomo
de soberbia y confrontación, y con mucha
habilidad y conciliación.
Crucemos los dedos para que lo siga
haciendo, en beneficio de él mismo, de
los más desprotegidos y en esa medida, en
beneficio de todo México.