Al final de cuentas a México no le importa quién gane las elecciones presidenciales en los EE UU. Las relaciones de subordinación, dependencia y seguridad nacional se fijan en la Casa Blanca, sea quién sea el presidente y están enmarcadas en los marcos de subordinación
fijados por el Tratado comercial en sus dos versiones.
Los presidentes de los EE UU lo entienden muy bien porque la función política de la Casa Blanca es la de moverse en los referentes
de la seguridad nacional expansionista del imperio estadunidense. Para los EE UU la seguridad nacional es ideológica, de dominación militar y económica, ahora determinados por el conflicto con China, Rusia, Corea del Norte e Irán.
México no pinta en el mapa de inteligencia y seguridad nacional de los EE UU, tanto en sus niveles civiles como militares. Importa, sí, en los asuntos comerciales del Tratado porque somos la parte maquiladora de su producción, que lo mismo puede ser China que Vietnam. El mercado de consumo de 120 millones de mexicanos es engañoso por la baja capacidad de compra del mexicano. Y la migración ilegal es un asunto de enfoque terrorista.
A México le fue bien con Trump gracias al tropiezo del presidente Peña Nieto en octubre del 2016 al darle la noción de presidenciable en su visita como candidato, pero ante el error estratégico de la demócrata Hillary Clinton que no vino para evitar un apuntalamiento al presidente Peña Nieto. Los cuatro presidentes que ocuparon poco más de un cuarto de siglo –Bush Sr., Clinton, Bush Jr. y Obama, de 1989 a 2016–
sacaron a México de su mapa estratégico. Y en ese periodo, los enfoques estratégicos y de seguridad nacional de México sobre los EE UU fueron fijados por la Doctrina Negroponte de archivar la historia basada en el conflicto histórico del robo de la mitad del territorio mexicano en el siglo XIX por el pragmatismo de la vecindad de mercado comercial.
Ayuda a esta desideologización de la política exterior mexicana el hecho de que las relaciones internacionales también perdieron los referentes ideológicos con la derrota soviética en 1989-1991. Y China, Rusia, Corea del Norte e Irán no andan en una disputa ideológica sino de dominación económica, tecnológica y comercial.
En este escenario se localiza la elección presidencial en los EE UU en noviembre próximo. La polarización Trump-Biden interesa a los estadunidenses en función de enojos contra el estilo atrabancado de Trump, contrastado ahora con el perfil timorato de Biden. Las posibilidades mexicanas de arrancar más concesiones comerciales a los EE UU dentro del Tratado dependerán de las habilidades de negociar cuestiones concretas, sea quien sea el presidente.
Los temas de seguridad bilateral se resumen al crimen organizado y los migrantes ilegales por la penetración de terroristas, pero México seguirá cediendo en todo lo que pida Washington.
Y la influencia de México en los migrantes legales e ilegales en los EE UU es prácticamente nula, en función de que todos salieron huyendo
de la crisis de México y del fracaso económico. Los migrantes van a votar en función de sus propios intereses de legalización o de no-persecución policiaca con fines de deportación.
De aquí que el realismo político mexicano en su relación con los EE UU se basa en no conflictuar temas, en aceptar todas las exigencias de la Casa Blanca, en intensificar el comercio, en eludir compromisos reales con los mexicanos legales e ilegales en territorio estadunidenses y en
salirse de los conflictos partidistas locales.
El modelo es el de la inevitabilidad histórica de dos naciones fronterizas, en términos de que al final de cuentas el poderoso tendrá que
lidiar y cargar con la nación débil. Quiera o no.
Por Carlos Ramírez