Había apodos con el que no podías llegar a tu casa, tampoco podías ir a preguntar a la casa de quienes así se apodaran, qué tal si salía su mamá o su hermana que estaba bien bonita o peor que eso.
Crecías y dejabas de llamarte como tus padres te pusieron y aunque de todas formas Juan te llamaras en honor al abuelo- por tu forma de ser o tu complexión y esqueleto – ya te crujía el apodo.
En los barrios viejos, casi extintos, había expertos en buscar en la flora y fauna el nombre que encajara en tu cuerpo. Entre el aullido de lobos, en el cuerpo de una tuza, en los ojos de una rana, una tuna con los pelos parados nos miraba todo el tiempo.
Pasaba el tiempo adrede sólo para confirmar cómo nos íbamos mimetizando con el apodo. Eras sin embargo la tuza cuando así convenía a los intereses, el sapo eras cuando nadie escuchaba las bromas, el pescado no sabía nadar y el caballo realinchaba seguramente donde nadie lo vieramos pelar la mazorca.
Había pocas mujeres con apodo en el barrio, pero no las recuerdas, qué extraño. Había ricos y pobres en una manzana y crecías entre las ramas como los monos y eras lagartija, víbora de cascabel que se arrastraba por el suelo.
Nunca de los jamás eras una gallina, porque en automático te volvías gallo de pelea sin contrincante por el momento en el vecindario. Hasta que llegaba un gallo de veras y te retirabas del encordado sin decir adiós a los muchachos.
A un amigo le pusieron “la cobra” por aquel singular jugador de los pumas, de apellido Muñante. Viéndolo bien mi amigo hizo un estilo personal de caminar, con aires de serpiente.
Claro, siempre había el imperfecto que mostraba sus dos dientes de enfrente, las orejas grandes, el pelo rojo, el pelo pelón.
El más rico de la cuadra de cajón era Ricky Ricón, quien creo por sus adentros deseaba que así le dijeran, sin detenerse en los semáforos ni andarse fijando si venía carro o no.
Faltan aquellos a quienes no se les pudo poner apodo y pasaron de largo de uno que otro beneficio de que gozan los beneficiarios del segundo bautizo. Pero ni falta les hizo.
Un tiempo proliferaron los pollos y sin embargo había hambre entre la población arrepentida. Todos se apodaban “pollo”. Un día en tu vida eras pollo remojado, crecías como una palmera y te decían la jirafa.
El chango no es peyorativo, se padece al principio, pero con el tiempo vas reconciliando en el espejo el drama en el que Juan te llamarte. Ahora eres el chango y puedes saltar, hacer dos piruetas en el aire, lo demás hay que entrenarlo, no nada más escribo señora. Se es chango comoquiera.
El apodo es al que te resististe. Ahora derrotado y cuesta abajo en la rodada, lo llevas con mucho orgullo, como una insignia en el pecho.
El Kalimán era un hombre fuerte, más allá de no soltar el aire del estómago que lo hubiera puesto bien mamado. Sin embargo desaparecieron la revista y desapareció el apodo. Hay apodos provisionales, nomás mientras las cosas andan mal o mientras caes gordo, después ya se compone, pero te decían el marro.
Entre los más pobres se disfrutaba el escarnio entre más grave estuviera el apodo menos personas y atrevían a pronunciarlo, había bapodos que daban pena, otros daban risa, pero siempre el apodo era lejano a lo que deseabas, si no es que todo lo contrario.
Querían ver cómo reaccionabas cuando te lo instalaran, una vez que funcionaba, lo usabas como se firma cuando vas a la escuela, donde te acuerdas cómo te llamas. En la oscuridad, si te dicen la sombra, necesita que te hallen o que te hablen y tu contestes, y así es este baile.
HASTA PRONTO.
Por Rigoberto Hernández Guevara