Primera parte
Tras recorrer 11 kilómetros en la oscuridad, Fredy Lala Pomavilla vio un foco encendido que lo hizo salir de la brecha 90 -que conduce de la cabecera municipal de San Fernando al ejido 6 de enero- y avanzar hacia lo que parecía una bodega. Caminó otros seis kilómetros para llegar al inmueble donde recibió un vaso de agua.
Llevaba fracturada una vértebra cervical, había recibido un balazo que le entró por la parte posterior de la cabeza y le salió por la quijada. También tenía el hombro luxado, le sangraba la herida en el pómulo derecho.
En esas condiciones anduvo casi 20 kilómetros. En la bodega además de darle agua, le dijeron que un poco más adelante, en la carretera 101
había un retén permanente de agentes de la Marina.
Antes se topó con un policía municipal que huyó cuando lo vio.
Los marinos escucharon su relato, y ahí comenzó una secuencia de hechos que cimbró al país entero, a la clase política de Tamaulipas, y a todas sus instituciones de seguridad, pero que al cabo de los años derivó en una triste realidad: a la fecha hay 15 procesados por la matanza de
72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, pero ni una sola sentencia.
Los familiares de las víctimas, en Ecuador, Honduras, El Salvador, Guatemala, Brasil y la India, aún desconocen a ciencia cierta qué ocurrió aquel domingo.
Algunos ni siquiera tienen la certeza de haber enterrado a sus hijas o hijos.
Un dije de corazón
El paisaje en El Huizachal ha cambiado poco desde entonces.
En los campos que entonces lucían abandonados, hoy se aprecian sembradíos de sorgo y maíz que están lejos de la abundancia evidente en otros sectores de esa región, pero que al menos, permiten trabajar y obtener ingresos a los habitantes de ese paraje.
El 20 de agosto de 2020 dos patrullas de la Policía Estatal levantan nubes de polvo por la brecha que casi una década antes, recorrió el ecuatoriano Fredy Lala Pomavilla.
De vez en cuando, se cruzan en el camino camionetas de habitantes locales que trabajan en los ranchos cercanos, y pese a todo, las medidas de precaución siguen siendo las mismas porque esto es San Fernando: los agentes policiales se bajan de las unidades y revisan los vehículos de los lugareños que después siguen su camino.
A 15 kilómetros del entronque con el Libramiento, aparece de lado izquierdo la célebre bodega. Invadida por la maleza, sobresale el tejado, que alguna vez fue rojo, de un cuartucho contiguo a la estructura.
No solo la flora se ha apoderado del inmueble, también la fauna local: un tigrillo merodea el sitio en busca de agua; el calor rebasa los 40 grados centígrados.
Ahí, el 22 de agosto del 2010, fueron llevados 74 migrantes que poco antes habían sido secuestrados cuando intentaban llegar a Estados Unidos. Les vendaron los ojos, les ataron las manos y los pusieron de rodillas frente a las paredes de la bodega que era en realidad, uno de tantos campos de exterminio que se instalaron en la región.
-Yo me hice que estaba ya muerto, para que no me dieran más balazos, y de ahí ya se fueron, traía un dije de un corazón.
-¿Un tatuaje?, pregunta el visitador de la Comisión Nacional de Derechos Humanos a Fredy, internado en el Hospital Pumarejo de
Matamoros.
-No, una cadena, al dispararme mi cadenita se cayó y prendió las luces, no tenía pila ni nada, y con la luz se llevaron mi cadena, y después ya se fueron.
De los 74, 72 fueron asesinados con el tiro de gracia. Sobrevivieron el ecuatoriano y un hondureño que resultó ileso y logró llegar a la frontera sin tener que decir una palabra.
Poco se sabe de su historia. En cambio, la travesía de Fredy se ha reconstruido con mucha atención porque en el fondo, encierra una certeza brutal que describe a la perfección el manto de silencio que caía sobre Tamaulipas en aquellos tiempos de violencia descontrolada.
Si el joven ecuatoriano no se hubiera hecho el muerto, si no hubiera soportado el camino con las heridas que tenía, si acaso hubiera errado la dirección, si los sicarios lo hubieran encontrado antes, si no se hubiera topado con los marinos, o si los marinos lo hubieran tomado por un mentiroso en busca de ayuda, el drama de los 72 migrantes no se hubiera conocido, o en todo caso habría pasado al imaginario colectivo como una de tantas historias del crimen que aún hoy no han podido ser comprobadas.
Una camioneta y una cruz
Es evidente que nadie visita el sitio donde ocurrió la matanza.
“En otras partes del país y el mundo hay homenajes, y aquí en San Fernando, nada”, cuenta un habitante del municipio.
En la bodega permanece el memorial instalado hace un par de años: una cruz de madera que sostiene otras 72 cruces rojas. En las paredes, unos ganchos oxidados de metal y otras pequeñas estructuras cuya utilidad se desconoce, pero que hacen volar la imaginación si se considera que el sitio era utilizado por el crimen organizado para asesinar y desaparecer personas.
Casi a la mitad del inmueble, sobresale una camioneta desvalijada y quemada que todavía a estas alturas nadie sabe cuándo ni cómo llegó ahí.
Los primeros en arribar al lugar el 24 de agosto del 2010 fueron los marinos, luego de ser alertados por el sobreviviente. En el camino se encontraron con un grupo armado y se enfrentaron a balazos. Murieron un elemento de la Marina, y tres delincuentes, un menor de edad fue detenido.
Al paso de los días fueron capturadas siete personas más involucradas en la matanza. Además fueron abatidos tres delincuentes el 30 de agosto a los que también se les adjudicó participación en los hechos. En total, presumía entonces el vocero de Seguridad del Gobierno Federal, Alejandro Poiré, a las dos semanas del homicidio, había 14 responsables identificados.
Un año después, tras el hallazgo de 193 cadáveres en fosas clandestinas, se supo que policías municipales de San Fernando fueron detenidos, acusados de entregar a los migrantes al crimen organizado.
Pero con el tiempo, la certeza de las autoridades se fue evaporando, hasta llegar a lo que tenemos hoy: un expediente de miles de fojas, en el cual no hay un solo sentenciado.
El sufrimiento de San Fernando
Hilario del Pozo Noyola tenía pocos días de haber llegado para hacerse cargo de la Parroquia de San Fernando.
El presbítero, originario de Río Verde, San Luis Potosí, pero enamorado de su tierra adoptiva, recuerda de aquellos tiempos “ver el sufrimiento de un pueblo”.
En el pórtico de la Iglesia, sin bajar la voz, reflexiona sobre el daño que la violencia le ha hecho a ese municipio, y repasa cuántas veces le habrá tocado consolar a sus fieles: “No hay en San Fernando una familia que no haya sido tocada por esta situación”.
Como líder espiritual de una comunidad acostumbrada al sufrimiento, sabe de lo que habla.
“El año pasado todavía recibí los restos de personas que estaban desaparecidas, y que a través de un proceso se hizo la búsqueda, se encontró
y con los estudios de ADN se lograron recibir cuatro personas que por diez años estaban desaparecidas y se entregaron para darles cristiana sepultura”.
El 22 de agosto del 2010 tenía pocos días de haberse convertido en el párroco de la Iglesia de San Fernando.
Recuerda la consternación que causó la matanza de los migrantes, pero a la distancia también le viene a la memoria el hecho de que la comunidad tardó más de lo que pudiera pensarse en enterarse de los hechos.
Conocieron lo ocurrido, dice, hasta que lo publicaron los medios nacionales.
“El acontecimiento estaba completamente ajeno de la población, son personas migrantes que vienen de paso”, detalla.
La acotación del sacerdote arroja luz sobre el contexto que vivía Tamaulipas en aquellos años: la violencia desatada por el enfrentamiento entre dos poderosos grupos delincuenciales estaba desbordada.
La estrategia de seguridad calderonista incendió aún más al estado y las autoridades locales le apostaron a una política igual de fallida, al esconder la cabeza como si negar los hechos lograra frenar una narrativa criminal que ya no se podía contener.
Mes y medio antes de la matanza de los migrantes, habían asesinado al candidato a la gubernatura Rodolfo Torre Cantú; casi un mes después, no muy lejos de El Huizachal, aparecieron 15 cuerpos de presuntos delincuentes sobre la carretera Victoria-Matamoros.
La realidad irrumpía implacable.
Empezó una temporada de desencuentros: desde la Ciudad de México, Calderón cuestionaba el deterioro de la seguridad en Tamaulipas; desde Victoria, Eugenio Hernández reclamaba con timidez más apoyo federal.
La investigación sobre lo ocurrido con los 72 migrantes estuvo manchada desde un principio por estas vacilaciones.
Así lo demuestran las constantes llamadas de atención de la Comisión Nacional de Derechos Humanos al entonces Procurador General de Justicia, Jaime Rodríguez Inurrigarro; a los Secretarios de Seguridad Pública, José Ives Soberón (renunció el 7 de septiembre del 2010) y Antonio Garza García; y al alcalde de San Fernando, René Franklin Galindo.
Pero también falló la Procuraduría General de la República cuando atrajo el caso y llegó al grado de entregar restos humanos equivocados.
Empezó entonces un nuevo calvario para las víctimas, marcado por la impunidad y por el maltrato de quienes en primera instancia, debieron cuidar a los suyos.
Por Miguel Domínguez Flores