Los visitadores de la CNDH llegaron a la funeraria La Paz, en pleno centro de San Fernando, a las 11:30 de la mañana del 26 de agosto del 2010.
Dos días después de que la noticia ya se había dado a conocer en el mundo entero.
Lo que detallan en el acta oficial de su diligencia, retrata la magnitud de la tragedia, pero también el desaseo con el que la Procuraduría General de Justicia atendió las primeras horas del caso.
“Se realizó un recorrido por las instalaciones de la funeraria, observando que en un local anexo al área destinada al velatorio, hay cuatro cadáveres sobre el piso en condiciones totalmente insalubres… se cuestionó al personal de la Procuraduría qué hacían esos cuerpos en el piso y respondieron que eran ajenos al caso que se investiga”.
Antes de entrar, platicaron con los marinos que vigilaban las instalaciones en la calle Zaragoza.
Les platicaron que los cadáveres de los migrantes habían estado durante horas en camionetas pick up a la intemperie en su Base de Operaciones, hasta que fueron trasladados a la pequeña funeraria.
Para entonces el olor ya era insoportable.
Hasta ese momento, se habían practicado necropsias en 28 cuerpos, que ya estaban depositados en un camión refrigerado. El resto permanecía en las instalaciones de la Marina al aire libre, en el inclemente verano del Valle de San Fernando.
El personal de la Procuraduría General de Justicia, en todo caso, no ocultó su incompetencia. Reconocieron que la bodega en El Huizachal no estaba custodiada por el peligro que todavía representaba el lugar. Que en las labores forenses estaban rebasados porque no había en el pueblo quién quisiera ayudarlos.
Tenían sus razones: para entonces, el agente del Ministerio Público que inició la investigación y el director de Seguridad Pública Municipal se hallaban desaparecidos.
De ese tamaño era la crisis de inseguridad que atravesaba Tamaulipas y el temor que, a juzgar por la reconstrucción de los hechos, sentía la misma autoridad.
En el primer registro de la averiguación previa penal 354/2010, fechada el 25 de agosto, se lee de manera textual: “Es de observarse que hasta este momento se advierte que se trata de un lugar abierto en área rural, aunado a las circunstancias de inseguridad que imperan públicamente y el tiempo transcurrido, deberá practicarse diligencia de inspección ministerial siempre y cuando existan las condiciones de seguridad que lo permitan”.
En San Fernando no es un secreto que antes de que la escena del crimen se asegurara (por decirlo de alguna manera) al sitio ya habían entrado decenas de personas.
Al explicable miedo, desde luego, se sumó la falta de pericia y una evidente colusión de diferentes autoridades con el crimen organizado, como han denunciado las organizaciones civiles que realizaron sus propias investigaciones.
Las pifias de la Procuraduría quedaron registradas tres años después en la recomendación 80/2013 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
“Se acreditó que el levantamiento de evidencias e indicios, así como de cada uno de los cadáveres efectuados por el personal de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Tamaulipas se realizó en forma precipitada, sin metodología y deficiente”, cita el documento.
Además, los agentes del Ministerio Público ordenaron las necropsias de los cuerpos 48 horas después del hallazgo, dos días en los que los 72 cuerpos no tuvieron el más mínimo resguardo para protegerlos de las inclemencias del tiempo.
Estaban “expuestos a la intemperie y apilados, para posteriormente ser depositados, junto con los demás cuerpos, en las instalaciones de la funeraria, algunos en el piso, y rociados de un polvo de color blanco, y otros en una caja de tráiler, en bolsas de plástico”.
El expediente CNDH/5/2010/4688/Q abierto a la opinión pública desde el 2018 cuando la Comisión recalificó la matanza de San Fernando como una violación grave a los Derechos Humanos, da cuenta del titubeo con que actuaron todas las autoridades tan pronto se conoció la magnitud de los hechos.
En una de las decenas de actas circunstanciadas que integran el documento, se puede leer cómo uno de los visitadores de la CNDH buscó el 27 de agosto al entonces delegado regional de la PGJ en Reynosa, Bolivar Hernández Garza para pedirle información sobre el manejo de los cadáveres.
El estado ardía en reclamos internacionales, pero no tuvo éxito porque según dijo su secretaria, el jefe “estaba en la hora de comida” y regresaría hasta las 18:30 horas.
Sobresalen también los recurrentes oficios enviados por la CNDH a la Procuraduría Tamaulipeca, solicitando documentos e informes sobre lo ocurrido, sin obtener respuesta alguna.
“Respetable señor Procurador: Se hace referencia al oficio QVG/OFRT/523/10, de 26 de agosto del 2010, según el cual se solicitó información relacionada con la queja iniciada de oficio… Toda vez que han transcurrido 15 días naturales a que se refiere el artículo 34 del de la Ley de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos para rendir el informe respectivo, mucho le agradecerá lo haga llegar lo más pronto posible”, se cita en uno de los documentos que retrata a una Procuraduría pasmada frente a uno de los casos criminales más importantes de la historia del estado.
Idéntica comunicación recibieron los dos secretarios de Seguridad Pública que enfrentaron la investigación: primero Ives Soberón, y después Antonio Garza García.
Dinero sin justicia
Estas y otras causas explican que a diez años de distancia, los familiares de los migrantes asesinados en San Fernando sigan clamando la más elemental de la justicias: castigo a los culpables, y apoyo para los deudos.
En el 2018, la Comisión Ejecutiva de Atención a las Víctimas (CEAV) anunció una indemnización histórica para los familiares de los muertos.
La mayoría de los recursos han sido entregados en Ecuador; en cambio, muchos de los deudos en Centroamérica han rechazado el dinero porque entienden que esta sería una manera de claudicar en su lucha por la justicia integral.
El 26 de agosto del año pasado, la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho (FJEDD), convocó en la Ciudad de México a una reunión de seguimiento de la recomendación 80/2013 de la CNDH.
Asistieron 23 familiares de víctimas de Guatemala, Honduras, El Salvador y Brasil.
“En mi caso sigo con dudas sobre si los restos que se me entregaron realmente corresponden a mi esposo, mi hijo y mi hija. No me dieron ningún documento que lo acreditara y a la fecha no se han podido hacer las exhumaciones en Guatemala para que pudiera salir de la duda. Yo he vivido enferma por esta situación”, relató Ángela Lacan.
De Honduras, Orlín, hermano de Marvin Euceda, sintetizó el reclamo: “Lo que nosotros queremos ver es justicia, ¿hay personas detenidas, hay personas sentenciadas por los hechos? Queremos regresar a nuestros lugares con respuestas”.
Para Catalina Pérez Correa, investigadora del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), lo que ocurrió en San Fernando reviste algo mucho más grave que la falta de sentenciados por la brutal masacre.
“El problema es todavía mucho más fuerte, porque si uno revisa qué sucedió en San Fernando, después siguieron habiendo ejecuciones, siguió habiendo desaparecidos, fosas, San Fernando es un evento atroz pero ni siquiera ese evento logró que la autoridad previniera que siguieran sucediendo y que los grupos delincuenciales siguieran operando”.
Además, pone sobre la mesa otro elemento en el que han insistido diversas organizaciones ciudadanas: las omisiones de los diferentes niveles de autoridad en las investigaciones reflejan mucho más que ineficiencia: “No hay una sola autoridad que fuera investigada, ni siquiera es un tema de que se les procesó y no se les encontró culpables, simplemente nunca hicieron investigación sobre las autoridades que pudieron haber estado involucradas”.
Una ciudad vacía
Aún hoy, se habla poco de la matanza de los migrantes en San Fernando, un pueblo lleno de símbolos que recuerdan la tragedia constante que les ha tocado vivir desde hace más de una década.
En la plaza principal, todavía brilla el memorial para la activista Miriam Rodríguez, asesinada el día de las madres del 2017. En todos los postes, puertas, semáforos, sobresalen los carteles que anuncian la búsqueda de Luciano, un jovencito de 15 años de edad, secuestrado desde el mes pasado y del que nada se sabe todavía.
“Aquí secuestran muchos adultos, pero nunca niños”, cuenta al borde de las lágrimas su padre para explicar por qué a pesar de todo, el caso de su hijo logró conmover al pueblo que se ha volcado en manifestaciones y en brigadas de búsqueda. En su familia ya han sufrido cinco secuestros, incluido el de él mismo.
Pero acaso el más importante de los símbolos en este municipio marcado por la violencia, sea la gran cantidad de inmuebles vacíos, negocios abandonados y las amplias calles por las que transitan pocas personas.
El municipio más extenso de Tamaulipas sufrió un éxodo masivo de pobladores del que aún hoy no logra recuperarse. A partir del 2010, coinciden quienes se quedaron, se fue la mitad de la población.
Unos cuantos han regresado, pero el vacío todavía se siente en cada rincón de la ciudad.