Era un orgullo intocable pasar por aquella ciudad, una de las más iluminadas del planeta. Se dice así con muchas fuerzas. Daba cosa pisar sus calles limpias, era una ciudad limpia y amable cuyo lema era repetido en cualquier parte del mundo donde hubiese alguien.
Al saberlo, las escuelas era aseadas por si mismas, los maestros jugaban limpio en este juego de la vida. Amable por sus sonrisas abiertas como las ventanas y puertas.
Abierta por los recintos monumentales llenos de público insaciable de buenas obras teatrales y de las otras que son amores: calles pavimentadas y un lugar seguro para descansar, dormir hasta ya tarde. Había un parque donde jugaban los niños que son grandes.
La ciudad era de la rosa en el jardín, el agua cristalina, un único reloj que nos daba la hora exacta. Las escuelas, hijas del silencio, con su directora regañona y todo, eran ir al pequeño convento, un relicario de obras maestras aprendiendo, guardando el respeto y el pelo corto, la honestidad antes que todo. Nadie robaba un cinco entre los niños ni entre los adultos.
Hasta el río llevaba agua de puro gusto y los que deseaban podían bañarse en la poza madre, abajo del puente que todavía no hacían en la colonia Moderna. Nos faltaban los lunes y los viernes, incluso los sábados, porque todos los días parecían domingo, en cuanto saludabas y dabas los buenos días con un jugo de mango del mercado, con una raspa si quiere de vainilla, nomás hay de limón señora, qué más quisiera ahora.
Con un peso en la bolsa se hacía magia y sobraba para un chicle de menta y un cigarro disuelto en el humo de la esperanza. Vivir en la ciudad, con todo respeto, más que vivirla era pasar por ella.
La gente caminaba y soportaba el clima. Se saludaba de cerca y de lejos, se abrazaban los brazos tercos y apretados en el largo silencio de los enamorados. Tamatán era la casa de los domingos y se llegaba temprano para apartar un espacio del pasto cerca de los leones que rugían y hacían temblar a los monos, a los tigres, a los osos enormes que conforme ibas creciendo se hacían más pequeños, contrario a las hormigas de las caricaturas que comiendo nuestro lonche de tacos con frijoles negros se hacían más grandes.
Los edificios eran horizontales sin costosos elevadores para rascar un cachito de cielo, se rascaba uno la panza, la gente caminaba y se encontraba a cada rato por la de Hidalgo, por el 17 que más que el domingo era libre toda la semana.
Había bailes en la terraza Santa Cecilia, en el salón del Rancho Bonito, en los Salones Alianza y en la terraza improvisada en la cancha de la colonia las playas. La gente bailaba, lloraba, se emocionaba hasta el cansancio como si el equipo de casa que siempre perdía, por si algo hacía falta, metía un gol en su propia puerta y la gente como quieran reía.
Salían alegres comentando la suerte del portero Amezcua y otros que ya encabronados no los bajaban de unas coladeras.
Más porque se habían tirado para el otro lado de la portería donde vivían. Dicen que abajo de estas casas están las otras.
Que hay una ciudad debajo de esta, otros nosotros siendo ciertos, reales y más honestos, más limpios y más amables, aunque se escucharan sirenas a lo lejos y la Cruz Roja estuviera abajo de la plaza de los fundadores, donde lo más que llegaba era un herido con una descalabrada en la frente altiva y heróica.
Para que les cuento que en los patios había ciruelas, plantas de mango y de aguacate barato, había por lo mismo alegres amaneceres como quien duerme abajo de un gran árbol. No me cabe duda.
Abajo de esta ciudad está la otra todavía, la ciudad de todos, la mía, la suya, la de otros, la de la foto que llevamos, donde sale la abuela y un perro que creo era de la vecina de enfrente donde ahora hay un restaurante. HASTA PRONTO.