Desde que se escuchó el rumor de un circo, vimos cómo empezaron a llegar los camiones pintados con un azul cielo muy intenso y con rayas rojas. Bajaron los primeros que eran choferes, trapecistas, presentadores, mujer barbuda, hermanos del dueño al mismo tiempo.
Eran unos cuantos pero en la noche durante las funciones se multiplicaban, aparecían de la nada seres extraordinarios que lo mismo vestían de traje que de payasos.
Fue el domador de osos el que subió al mástil más alto luego de que con unas cuerdas lo levantaron para instalar el banderín amarillo que comenzó a ondear de inmediato. La carpa era un espectáculo para los niños que se arremolinaban a las afueras viendo la calma de los camellos y el oso que volaba, bailaba sin que se lo pidieras.
De pronto la voz del presentador, impostada hasta el extremo, destapaba los oídos de los rincones más íntimos, más escondidos del circo. El silencio dejó que se escuchara la voz ensayada antes de dar un brinco o de ser lanzada con el hombre bala.
Para ese entonces ya estaba lleno el circo y había gente de los que habían llevado su silla y otros que sin menoscabo se sentaron en una piedra. Entre los vehículos, camionetas, un camioncito del 68 y la camioneta Apache, circulaban mujeres esculturales en traje de gala y de luces.
La estrella era una mujer muy guapa que se podía ver de lejos en el escenario desde gayola, pero si la querías ver de cerca, era la misma de la taquilla que vendía boletos y promocionaba el circo en un vocho amarillo.
Podía ser cualquier color, pero este era amarillo. Durante su estancia un grupo de mujeres húngaras que aquí en los cercano nunca sabía si venían de Europa, leían la mano y después cobraban una gallina, entre huevos o tres empanadas de calabaza.
Por la nochecita si te asomabas a los guayines aquellos, tras los quinqués amarillentos, hablaban en lengua extraña y en lo que la carpa duraba semanas y tardaba, el pueblo comenzaba a preocuparse por sus pertenencias.
Sin embargo era nada más la fama de la llamadas húngaras que no venían de hungría, pero como si vinieran, en su turbulencia de nómadas.
Otras veces a campo abierto, en una cancha de fútbol, en un terreno baldío, llegaban carpas que traían películas de Pedro Infante a los pueblos más retirados, donde apenas conocían un carro o el camioncito de mercancías y chácharas que manejaba un señor de otro mundo, según los niños, pues podía mover el esperpento de humo con solo aplanar un pie y mover el volante con las manos.
Cuando se movía el camión había niños atrás corriendo, y si detenía, se detenían los niños para saberlo todo, hasta los dientes que el faltaban al visitante. Decían que las húngaras no se bañaban pero en el fondo era una leyenda.
Uno las encontraba espulgándose, riendo, bromeando durante el día, en tonos que iban y venían de su tradición fantástica hacia la nuestra. Aquel pasado abrio espacio para circos modernos que estilizaron las hazañas con record mundiales en saltos sobre los columpios sin redes y donde cayera la noche.
Agregaron un pequeño zoológico de animales amaestrados que bailaban bien o hacían el oso oponiéndose al domador que en su día de carácter terminaba por convencer al león que eran muy amigos del látigo.
El tiempo también se llevó aquel tiempo. Los cirqueros de las carpas buscaron otros trabajos, se emplearon en el ayuntamiento o se fueron, y hubo quien se quedó en la ciudad para ver a su oso bailador- decomisado días antes por la Profepa- bailar al público asistente en el zoológico de Tamatán, esperando en aplauso de los ahí presentes.
HASTA PRONTO.