Otros espejos no te conocen. Si te ven inconforme o molesto podría ser que te desconozcan, asumes el rol y eres el mismo, el que espera la gente. Levantas el brazo y saludas sonriente. Al otro lado va Esteban el de la cafetería de Pessoa, hace años que pasa y él dice lo mismo, es como el espejo en el poema.
No andas en campaña política, de modo que hasta aquí los saludos. No eres el carismático de los espectaculares, así que pensarían que estás loco. El maquillaje resbala.
Durante el día se va cayendo la sonrisa o se amplía en las muecas de la cara. Llegas a casa y eres el mismo, sano y salvo con todas tus palabras. Piensas que tal vez olvidaste algo pero lo has dejado todo, no puedes cargar con los objetos más pesados ni siquiera con los livianos.
Tienes que bajarte del carro, la casa no se mueve, apenas puedes con tu cuerpo pero llegaste. A nadie engañas ni lo intentas. Atrás de las paredes que oyen, a cualquier hora eres el mismo de los dientes pelones.
Tienes el ardid constitucional de sonreír sin que te vean. Estás loco pero no se lo has dicho a nadie. Dices que estás tranquilo y el movimiento del cuerpo es incesante, el cuerpo es un mar de marea alta donde se juegan la vida los pescadores.
El sueño busca la calma, pero amanece muy pronto y no recuerdas el sueño. Te levantas a correr y hay viento que baja fuerte y fresco de las montañas, sientes el poder de los árboles, reconoces la capacidad de las aves sin esfuerzo, luchas contra tu cuerpo que desea detenerse y busca cualquier pretexto, busca a alguien, algo, agua potable de la llave.
Entonces repentinamente eres el que manda, te das la vuelta como Julio César el emperador Romano, regresas pero sólo a tomar aire, a descansar un poco, a seguir con la vida caminando, avanzando con los remos gastados, con las mismas manos que acomodan el retrovisor para ver el pasado.
No te apures, la casa te espera a piedra y lodo con una ventana en la cara, con una puerta que cierra y te deja adentro de tu propio cuerpo. Te deshaces de la ropa que se atora en las rodillas, en los tobillos, en la vida.
Conoces de sobra la playera colorada, las bermudas despintadas y los tenis en la zozobra sonrientes, pisando el pasto herido por un rayo.
Entonces, ya sólo, buscas el espejo y no lo encuentras, tienes que volverte a poner la ropa, una toalla, una cobija vieja y ciega que no te vea. Cumples con el espectáculo citadino de dar vueltas sin tráfico de la sala a la cocina, como si olvidaras algo a propósito. No encuentras las llaves que no se te perdieron. Siempre han estado ahí colgadas de una rama de la mano.
Te pones los lentes y ves la realidad sobria, contundente como el dolor de la rodilla que te lastimaste. Para nada quieres saber a qué horas son y terminas checando las redes sociales, un Boot te contesta desde el aire, le respondes con el hilo interminable de fantasmas.
Escoges las palabras y rocías un poco de veneno, fumigas el hashtag, te conectas, te vuelves virtual, te duermes, y desde el otro lado tampoco hay nadie, miras el espejo que va hacia otra parte.
La memoria recuerda miles de cosas que olvidas con otras tantas que constituyen tu cabeza revuelta. Son papeles en la vieja cartera, teléfonos a los que no anotaste nombre, recados de un recado, frases comunes y una retahíla de ideas inútiles.
Llegaste hasta aquí pero no recuerdas cómo. Esta es tu casa, es martes y el día avanza como una tortuga. Reconstruyes la casa, la remodelas a tu gusto, piensas mudarte si insiste la gotera en anular la cubeta donde caiga.
Caes en la cuenta de que es lindo escucharla cuando llueve, hasta la podrías extrañar. Entonces buscas el reloj después de bañarte, lo colocas en tu muñeca y encuentras los 10 minutos que tienes para llegar al trabajo. Y sales precipitadamente de las muecas que haces en el espejo.
HASTA PRONTO.