El grito salió de un hombre solo cruzando un puente. Apenas dibujada, la contorsión de su expresión sin sonido, es como quiera un grito en el pincel de Edvard Munch en su cuadro denominado “El grito”.
Es un ícono inesperado de nuestro grito de Independencia que busca ser liberado y se libera. El espectador después de ver su pintura escucha el grito lejano como un lamento y se lo lleva en el recuerdo. La pintura de Munch se ha fijado como un tatuaje en la conciencia del hombre.
Esto tiene de maravilloso el arte. Los niños podrían decir con mucho orgullo que pintan mejor que Munch y copiarlo, repetirlo con otros colores, y el grito seguirá siendo el mismo el mismo llamado al mundo. No es extraño que el mismo autor haya hecho cuatro versiones del mismo. Sin embargo, al repetirlo con otros colores el grito sigue siendo el mismo.
El mismo llamado al mundo. El grito de Independencia, por más que el covid-19 lo desvirtúe, lo seguimos escuchando como una manera de juntarnos, de parecernos en algo, de querer todos una misma idea, un sueño utópico, una búsqueda al otro lado del puente.
Tal vez Hidalgo no gritó aquel día y sin embargo lo seguimos escuchando. Se grita para llamar a la gente, gritas cuando al parecer nadie escucha atrás de las paredes y todos escuchan. Gritas para pedir ayuda, para molestar a alguien, gritas en la hilaridad de un trago de alcohol en el viva México cabrones, se grita desesperadamente. El cuadro se cita de memoria. No se requiere estarlo viendo para traer unas palabras con qué responderle.
El grito se acompaña con otro grito entre la gente, anónimo, fuerte, solidario y estrujante como el del 15 de septiembre. Se grita fuerte y alguien, nunca se sabe quién, entre la multitud grita más fuerte. Gritas y como si gritara otro y escuchas atento a tu propio llamado al silencio.
Es el mismo grito de los niños entusiastas que gritan a coro cuando escuchan el timbre del recreo, es el mismo grito luego de unas palabras tranquilas, el mismo grito grita para que lo escuchen es la voz de un macilento borracho arrepentido en la cantina del barrio, con todos sus razones por supuesto.
Quién ve un cuadro, cualquiera que esté fuere, tiene una respuesta para contestarle. Eso tiene de noble la pintura como una de las bellas artes visuales, donde aveces el color negro se construye con la revoltura de los colores.
La pintura de Munch “El grito”, puede verse junto con la soledad y la tristeza que lo acompañan. Cada espectador escucha un grito diferente en los mismos oídos según le haya ido en la vida, según su desesperada alegría. Entonces el grito sale del cuadro, se lo lleva el aire y lo han visto bajar de las márgenes, cruzar los indomables boulevares, alzar una copa de mezcal más barato y echárselo de un trago.
El grito termina por unir ambos lados del puente, a medio camino el grito es de los dos. El de quien ofrece y el del que pide , del que llora y de quién lo consuela. Sólo falta una foto para que salgan todos sonrientes luego de un desfile sin alameda. La pintura del noruego Edvard Munch fue hecha en 1893 con apenas 95 cm por 74 cm.
E l pintor utilizó óleo, temple y pinturas al pastel sobre un cartón, para crear ese universo que aún se oye. Eso tienen de bueno los que escuchan con los cinco sentidos, que pueden gritar y decirnos cosas con sólo pintarlas. En la orilla de los labios, ya para salir, el grito se detiene en la última estocada del aire.
El grito herido, herido de muerte sale a buscar el oído, la presa, el altercado acaso, la respuesta feliz e inesperada. Para eso quería el aire, para gritarlo, para eso es el silencio que se llena más que con palabras, para eso es la boca que no se guarda nada. El arte muestra su mejor faceta en la permanencia. Con el tiempo el grito crece, se oye más fuerte aunque no haya nadie en la habitación contigua. En el vecindario se escucha el grito, en los lavaderos de ajeno, en la misma calma ciudadana que grita por dentro. HASTA PRONTO