La Gaceta de Tamaulipas, publicó en sus páginas una carta fidedigna, con fecha de 14 de mayo de 1845, escrita por un vecino respetable de la villa de Santa Bárbara, dónde se informaba que a raíz de la muerte de don Antonio Haros, hermano político del finado Barreda, se descubrió un escandaloso crimen que se estaba cometiendo desde hace mucho tiempo atrás en la población.
Resulta que el 2 de mayo de 1845, por la tarde, sepultaron al finado Haros, y en la noche cayó un fuerte aguacero. Por la mañana, el sacristán de la villa fue al camposanto y vio seca la sepultura y mojadas todas las demás, de donde infirió que habían exhumado el cadáver.
El sacristán dio parte a las autoridades sobre sus sospechas, recayendo estas sobre una familia de la localidad, a la cual se le mandó catear la casa. Después de las pesquisas, los jueces de paz se percataron de una horrible pestilencia, multitud de moscas y muchedumbre asombrosa de ropa, cuerdas, flores, tablas de cajón, cal y otros despojos de muertos.
En consecuencia, fueron aprendidos Antonio Pizaña, natural de Tula, y su suegro Marcos Padilla, quienes confesaron su crimen.
Estos individuos habían vivido, el primero en Soto la Marina, donde también había ejercido su inicua profesión; mientras que el segundo era nativo de Santa Bárbara; hijo de un conocido jarciero llamado tata Cristóbal Padilla.
De Soto la Marina se vinieron a vivir a Llera, confesaron que de ahí sacaron algunos muertos para desnudarlos.
De Llera se mudaron a Jaumave, donde Padilla tenía un hermano llamado Albino, quien ejerció los robos bastante tiempo.
En Palmillas realizaron algunos atracos también, y otros en Tula y en Rioverde, habiendo sacado en la ciudad tulteca el cadáver de don Atanasio Mora.
Yerno y suegro se mudaron a Santa Bárbara para ejercer su oficio, según ellos, con mayor seguridad, por lo que no perdonaron ningún muerto, pobre; ni rico, chico ni grande, por lo que llegaron a acostumbrarse que ya no tenían pena, ni asco, pues las tablas de las cajas mortuorias les servían de camas, las almohadas de cabecera y colchón; la cal para nixtamal y el papel de flores de los angelitos para chupar.
Entre las tumbas saqueadas en Santa Bárbara, destacaron las de don Luis Guerra, hermano del canónigo don Juan José Guerra, párroco del lugar; la de don Santiago Sepúlveda y especialmente la de doña Guadalupe Guerra, también hermana del sacerdote, cuya ropa se encontró en poder de los malhechores.
Era tanto el acopio que tenían, que a pesar que tuvieron tiempo y oportunidad para ocultar bastantes cosas, se le sacaron muchos costales de ropa de muertos.
Los jueces de paz de la villa, tenían la hipótesis que esos crímenes no los pudieron cometer solo dos personas, por lo que se sospechaba que operaban con otros cómplices.
Sobre Antonio Pizaña también recaían algunos otros delitos, pues cuando mozo, se le acusó de robo de bestias y dos veces se fugó de la cárcel, por lo que tenía pendiente esa causa criminal.
Los reos y sus mujeres fueron remitidos a Tampico y los trapos de muertos fueron quemados con las mismas tablas de los cajones, que ellos aún no habían hecho leña para la cocina. El gobernador y el alcalde de Santa Bárbara giraron instrucciones para que cayera todo el peso de la ley sobre los delincuentes.
La banda de un español atracaba en la huasteca
En los tiempos de la guerra contra Estados Unidos
cuando su ejército ocupaba el sur tamaulipeco y contaba con un fuerte en Tancasnequi, un grupo de su caballería avanzó hasta el Cantón del Abra de Tanchipa, ranchería de la villa de Morelos, para dar alcance a una gavilla de ladrones que venían de retirada, causando males sobre el camino de Tampico que va para el interior.
Por ello, el alcalde de Morelos dispuso armar a todos los soldados de la Guardia Nacional que se pudieran conseguir a esa hora, y algunos vecinos que se consiguieron por la noche. Así mismo, libró órdenes activas a todos los jueces de los puntos del camino, para que haciendo otro tanto, se lograra la aprehensión de dicha gavilla.
Para ello, tenían listos y montados una escuadra de diez hombres para perseguirlos por cualquier rumbo que tomaran.
Don Gregorio Hernández, alcalde de la citada villa, dijo que toda la información que tenía sobre los supuestos asaltantes, era que eran sujetos decentes, capitaneados por un español, cuyos nombres se ignoran y su filiación, por la inocencia del juez Eduardo Martínez que era un hombre de escasas luces.
Autoridades de Soto la Marina solapaban a una gavilla
Un vecino de la villa de Soto la Marina de apellido Núñez, se quejó ante la prensa de esos años, que su esposa había sido objeto de un asalto a mano armada; indicó que los hechos se registraron el 19 de febrero de 1857, a las ocho de la noche, mientras él se encontraba ausente y entregaba una partida de mulas a nueve leguas de su hacienda.
La gavilla de ladrones aprovechó su ausencia para asaltar su propiedad, golpeando al señor Hoyo, empleado suyo, e intimidando a su esposa para que les diese el dinero de la partida, poniéndole las armas en el pecho.
Según Núñez, el hurto consistió en $1,400 en oro y plata, 19 marcos de plata labrada en varias piezas, toda la ropa de uso de su esposa y suya, y toda la demás que había, dejándolos solo con lo puesto.
También se llevaron todas sus armas: dos rifles, una carabina de dos tiros, una pistola de seis tiros y otra de un tiro;
por lo que calculó el robo en más de $3,000.
Al siguiente día del atraco, Núñez y un compadre de nombre Martín, salieron en persecución de los ladrones, y aunque los alcanzaron, como estaban hechos de un monte, y se sostuvo fuego contra ellos como ocho minutos, nada pudieron conseguir.
El afectado se quejó de las autoridades de Soto la Marina, pues aseguraba que éstas, pese a tener conocimiento del robo, no exhortaron a los pueblos vecinos para la persecución de los rufianes.
La ley del revolver en la frontera
A inicios de 1876, en el auge de los vaqueros de viejo oeste, se hablaba que los periódicos norteamericanos publicaban más de los hechos violentos de la frontera que los diarios mexicanos.
Ante ello, la prensa mexicana contestó que era natural la importancia que prestaban a ello, pues la mayoría de los atracos se cometían en los pueblos al otro lado del río Bravo, los cuales tenían tratos comerciales con las villas del norte de Tamaulipas; asegurando que los asaltos eran cometidos por los propios norteamericanos.
Los fronterizos estaban molestos, pues la prensa gringa levantaba calumnias y se empeñaba en crear dificultades entre ambos países, al acusar a los mexicanos de ser los que lideraban las bandas de abigeos que sembraban la destrucción y muerte al otro lado de la frontera.
En enero de 1876, un comerciante tejano fue asaltado y dejado casi muerto, por lo que la prensa de esa entidad dijo: “A pesar de que vemos con desagrado las complicaciones extranjeras en vísperas del centenario de la independencia de Estados Unidos, es indudable que algo práctico debe hacerse para proteger nuestra frontera contra los ladrones mexicanos, a quien su mismo gobierno confiesa que no puede detener”.
La policía de Laredo mató a un gringo
A consecuencia de muchos robos que se suscitaban en 1881 en la villa de Laredo, el ayuntamiento dio la orden a la policía urbana de examinar a todas las personas desconocidas que transitaran por las calles después de las diez de la noche, siempre con la consideración y respeto debidos.
A las once de la noche, del 31 de mayo de 1881, José M. Mendiola y Catarino Nava, dos policías que estaban de punto en la plaza de la Guardia Nacional, vieron a un individuo sospechoso, al que se aproximaron para reconocerlo. Era el ciudadano americano Thomas North.
Al hablarle, uno de los policías observó que portaba una pistola medio oculta en el pantalón, contraviniendo al bando de policía y buen gobierno, por lo cual le requirieron que la entregara en cumplimiento de su deber, pero en vez de obedecer la orden, dio un paso atrás y sacando la pistola hizo fuego sobre los gendarmes, que en propia defensa le contestaron, resultando herido el expresado North.
El norteamericano accionó cuatro tiros sobre los gendarmes, recibiendo él dos impactos de bala, cayendo sobre tierra, donde tuvieron que emplear la fuerza para desarmarlo.
North murió a las pocas horas. Minutos después se instruyó la sumaria correspondiente, en averiguación del hecho. El 1 de junio, practicadas las primeras diligencias criminales y hecha la autopsia, fue entregado el cadáver al juez el Estado Civil para su entierro.
Como el finado North era empleado en la Compañía Constructora Nacional Mexicana, todos sus compañeros solicitaron se les entregase el cuerpo para darle sepultura en Laredo, Texas, a cuya solicitud accedió el juez.
En la Revista del Norte, de Matamoros, el presidente municipal de Nuevo Laredo informó que poco se supo del origen de North, pues convaleciente
se negó a contestar sus generales, ni prestar declaración alguna. Sus compañeros de trabajo tampoco pudieron dar más datos personales del difunto.
POR: MARVIN OSIRIS HUERTA MÁRQUEZ