“Cambio en el equipo local”. Se escucha decir al anunciador cuya voz retacha en las paredes del estadio semi vacío, y vuelve a media cancha para que el árbitro detenga el partido. Luego se realiza el cambio.
Cuando un equipo falla, pierde el partido. Por eso la fanaticada local, aficionados de hueso colorado, piden un cambio en el equipo, luego el silencio abre la espera larga como unos minutos. Si el tiempo se tarda, el público comienza a arrojar objetos a la cancha, papeles hechos ovillo, hielo, colchones viejos, gallinas muertas y hasta piedras.
Por lo general durante un partido hay pocos cambios por regla y a veces ninguno, aunque se pierda, a capricho del entrenador, del dueño que lo cubre todo.
Entonces alguien falló un penalti y el público pide de inmediato un cambio, que entre uno por otro, no importa quién con tal de que sea otro. Nadie quiere perder así que pudiendo piden al técnico que meta a fulano y saquen al malandro que la anda regando.
Así funciona. Si el error continúa les meten un gol, un defensa mete su gol en la propia portería. Si el cambio funciona la afición sale más contenta platicando las incidencias hasta el minuto en que todo termina y se rompe una taza y cada quien a su casa.
Hay veces que el mejor jugador falla y él mismo pide su cambio, lo grita, casi lo pide, lo necesita de urgencia y no tiene ganas de ir al baño, simplemente se le chingó una rodilla, le dolió el estómago, no le pasan el balón sus compañeros ni le hablan al medio tiempo.
Los cambios si se tardan tantito ya no fueron cambios sino la continuidad de los mismo. Un cambio funciona cuando los jugadores que calientan se agarran a chingazos. En cambio nadie quiere tirar el último penalti de la tanda con que se gana o se pierde.
Hay cambios que se dan en el último minuto, perdido el partido, ya para qué, dicen unos. Pero quién entra mete el gol imposible, una pirueta, un descuido de su parte hace que meta un gol de chiripa y todos le aclamen, lo hacen ídolo, rey por un día, alcalde, diputado si usted gusta.
No había visto a los que calientan que a veces son toda la banca y hasta el utilero calienta porque vio que en el otro equipo son bastantes. Muchas veces un jugador no puede entrar porque le cayó gordo al entrenador desde el primer instante cuando se vieron a los ojos, uno los tenía más grande que el otro y así no se puede.
En otras ocasiones el que va a entrar y el resto son comparsas acompañantes instantáneos del hielo. Quién sale, sale casi siempre lastimado de una pata aunque no le duela nada.
Quién entra espera al que sale para darle la mano, decirle por dentro, lo siento mucho por lo que estás pasando, sin decírselo. El público aplaude a quién entra, para darle ánimos.
Entre el público busca a su esposa que ni siquiera vino al juego sino que entró solo. No vino ningúno de sus amigos de infancia ni la novia que tuvo, ni el perro agradecido. Y sin embargo avanza solo, juega por la banda izquierda cuando toma al balón, manda el centro caiga donde caiga.
El mismo jugador sabe que él no era el mejor para entrar a la cancha, antes que él había otros. Y lo que para ellos hubiera sido una fiesta para él es de cierta manera entre alegría y angustia. No podrá fallarle al entrenador a la mera hora, ni modo de salir de la cancha e irse para su casa. De esa misma manera cambiaba la estrategia el equipo cuerudos de Victoria, cuando existía.
La afición buscaba al nuevo que entró con su pelo recortado y su tatuaje en el brazo. No es que les gustara, solo querían saber cómo juegaba, cómo cantaba las rancheras, querían verlo rajársela. Quién entra de cambio, conoce las reglas. Todos le aplauden de inicio y a pesar de que no ha tocado el balón uno que otro le chifla.
Entonces el árbitro reanuda las hostilidades del juego, luego de revisar si el jugador que entra no trae ficha, un fierro en la mano, una cadena de oro, una piedra en el zapato del tamaño de un dedo.
HASTA PRONTO.