Dicen los que saben, que somos energía. Es posible cuando nos vamos de cierto lugar dejamos un poco de nosotros ahí, aparte de los recuerdos. Cierto éter entre la naftalina. Si pasas por las afueras de una escuela pública notas cómo se ha quedado en los rincones el sonido del griterío, lo escuchas cuando pasas, conforme al viento, como una flauta, es un recreo quedado.
No podrías evitarlo, al quedarse un rato comienzan a escucharse las voces más claras, la del profe que se hizo famoso como cantante grupero, la del maestro dos veces maestro de ceremonias que se da su taco, la maestra joven y bonita. Luego el viento trae de nuevo el griterío imborrable de aquel túnel del tiempo.
Dicen que en la escuela Adalberto J Arguelles asustan. Fuimos varias veces y no nos espantó nadie. Se aparecen tres cruces en las paredes donde estaba sexto año del turno vespertino, cuando oscurecía antes. Por los vecindarios vecinos se puede o se podía ver el asta bandera en el centro y un pequeño foro que nos daba la espalda. Desde ahí se escuchan voces y otra vez el griterío de los niños, los mismos de siempre.
Luego de varios meses de pandemia las escuelas lucen solitarias. Algunas más, otras menos, pero todas abandonadas a su suerte. Hay aquellas que se mantienen aseadas y otras fueron invadidas por la maleza y por la prosapia de la naturaleza que abona a su riqueza.
Pasar por ahí es un viaje al pasado heroico, un recipiente de aventuras pegadas con chicle motita. Visto así,
ni parece que no hace muchos días los niños mantuvieron en vilo el silencio de ese templo del conocimiento.
Las rachas de viento han logrado acumular una buena cantidad de abarrotes en su fase terminal, donde todo acaba y comienza a llenarse de basura. En las canchas también hay basura que juega con otras que el viento lleva y cambia según la temporada.
No hay niños desde hace rato, de modo que los juegos infantiles, fijos en el suelo no se han movido pero quisieran moverse del concreto. En cambio hay plantas que trepan por los costados y, libres, no conocen a los niños ni a los jardineros, creen que así es la vida de Sísifo.
El polvo bajó del techo de primer año y se introdujo por la puerta de sexto donde hay una maestra muy seria que nunca falta. Pasó y se esparció para explorar su nueva casa, sus barcos de papel, el pizarrón pulcro de la maestra donde muy bien puede pasar alguien ahí la noche.
Te asomas por afuera de la escuela y siempre hay nostalgia que se respira y memoria que vuelve a correr a su infancia favorita, ha de ser por eso que hay fantasmas.
Nadie sabe lo que ocurre a las doce de la noche en algunas escuelas. No en todas. Son rumores de ex alumnos, leyendas del primer conserje que hubo. Dicen que son las almas de los niños que no terminan sexto. Que es un perro sin cabeza, hasta que prenden las luces y quitan de ahí la franela roja.
Los pisos brillan desgastados y reflejan al fulano que camina entre los salones. Se escuchan todos los pasos juntos aunque sean unos. Es el padre de uno de los escolapios o el amigo del profe que viene a buscarlo.
Los recuerdos se asoman como uno a la escuela abandonada. En el suelo se arrastran papeles con avisos de material de trabajo, las cartulinas que no falten, las cooperaciones y los que faltan de traer el mascador Sterbrok de color rojo.
En el sol están el espacio para los niños que quieran reunirse, nadie se ha puesto de acuerdo. El sol sale y se mete por donde mismo. Antes que eso, pasa por donde tuvieron que sembrar un árbol y poner una cortina gruesa para que no pasara. Nadie se asoma a un salón de clase intempestivamente y no pregunta nada. Es la maestra más sería de todas. Hasta que el eco estalla.
El estilo de vida viaja a otras partes y no a esta escuela equipada con su antiguo doble estacionamiento a la entrada, las prisas de todo el mundo, la tarea bien gracias. Todo eso hasta que timbran y pasan los años y entras a la secundaria, a una escuela donde simplemente te conectas y funciona de todas maneras.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA