Aveces me dan ganas de cambiar el sistema, voltearlo al derecho y al revés a ver qué sucede. No me refiero al sistema político que nos gobierna; estoy muy lejos de eso, sino al sistema con el que me gobierno, tan rutinario.
Y es que las cosas ocurren a una hora y después ya no. Se fue la gente, los que fumaban, los que bailaron toda la noche. Otras veces la suerte se atraviesa cuando tienes todo programado para que empiece la fiesta y termina. Se va la luz, tumbaron un poste en la esquina, ocurre cada 100,000 años en esa esquina, en esta ciudad, en este mundo.
Dan ganas de llorar como de reír igualito y por las mismas razones. Uno lo hace por dentro y lo tiene muy calladito, lo cuida hasta que calcula que todos harán lo mismo que usted no hizo. Yo podría voltear la cama y entrar por la ventana, pero es una tontería. De eso no se trata. Cambiar la rutina para mí que es parte de la casa.
Hay sus caminos, extensos y breves pasajes desde donde el cuerpo hace pedazos la solemnidad escondida. Entonces, en mi caso, salto frente al espejo a inventar un nuevo vocabulario y oscurece. Tengo que ir a dormir y ahí está la recámara tendida boca arriba, como todas las noches. Pero la rueda gira como las manecillas y me devora. Me levanto, estoy en sus brazos, aleteo desde un abanico en el techo, en la sombra soy un vuelo de pájaro.
No sé lo qué cambiar. Todo asombra en el límite de los arquetipos. Si grito, vendrán por mí unos hombres de blanco. Bajo las cobijas aún no salgo de mí estupor nocturno ,sigo de noche, saco un ojo que salta, apenas puedo ver la salida, el túnel que me conduce al día. La gente sale conforme al sol sale. No se saben otra.
El sol es a veces un presentimiento detrás de las nubes, la luna cuando quiere es de queso y otras veces es luna llena. En las redes sociales los buenos días repiten incesantes notas, palabras de bienvenida, abrazos, likes y corazones rojos y tercos. Estoy apunto de hablar para decir lo mismo. Escucho el claxon del vecino, se oyen los pasos, se lo que sigue.
Entonces enciendo la radio y se quema el silencio, lo he sabido siempre. Alrededor de mí pasan los objetos, me caen gordo. Soy minimalista en ese caso, estoy quedándome sin nada para medir el espacio inútil, la rutina de la rueda que avanza como un coche y me alcanza. Saltó desde el taxi y me persiguen por unas cuadras para cobrarme. Regreso a casa. Hace aire, me dice Esteban, como si no lo viniera sintiendo desde hace rato, agitado. Nadie me persigue. Eso hubiera querido. De repente la rutina es más difícil de lo que creía.
La soledad es la misma, se asoma impúdica y me envuelve. Dos vueltas se filtran el tiempo suficiente para beber agua. Veo el azul transparente del tupperware sobre la mesa.
Han de ser como las siete. Usted qué piensa señora. Debí hacer varias rutas al andar, caminar de modo que se dividieran los caminos inconformes para ir por uno de ellos y perder con los adversarios. Estar como todos, con el más débil. Pero estaba aquí poniéndome los zapatos mientras memorizaba esto que escribo. Ojalá saliera el sol de noche sin avisar. Pues si avisan cambiarían el horario y así sucesivamente hasta el infinito. La noche se ocuparía de salir al mercado cuando no hubiese nadie y todo es gratis, luego entonces los comerciantes qué ganarían. Les digo que así no se puede. Tengo que lavarme los dientes. HASTA PRONTO.