TAMAULIPAS.- Ahí estaba sobre la mesa. Eran tiempos en que todo era gigante. Pero ahí estaba sobre la mesa, en tono inquietante aunque inmóvil.
Era el lápiz, lo supe después. Sin embargo aquel día trepé con agilidad por primera vez al banco de madera y pude tocarlo. Era un lápiz amarillo, casi puedo afirmar de la marca Ticonderoga, pudo ser Dixon, de los que usaba mi tío en su oreja de carpintero.
Como Dorrel Dixon, aquel gigantesco luchador negro de la era dorada de la lucha libre y sus piquetes a los ojos. Quise escribir algo y lo hice con el borrador. Alguien me corrigió demasiado tarde en ese momento. Entonces ya con la punta frente a una hoja recuerdo haber hecho una raya. Para eso era y nadie dijo nada por la herida.
Ni por la sangre. La raya contundente trazó mi primera diagonal buscando la luz y la sombra. Era una hermosa herida.
Escurría como un arroyuelo al sur del mapa. Era un lápiz amarillo pero pudo ser azul y hacer la raya igual de chueca como una víbora, como el borracho que camina por la calle haciendo eses. Hoy existen lápices de todos los colores. Hay de carbón vegetal y de carbón mineral y hay de otro material sintético.
La segunda vez que ví un lápiz no lo recuerdo pero a partir de ahí nos seguimos viendo tímidamente. Lo busqué por semanas cuando lo cambiaron de sitio, hasta que volvió. Esta vez no me vió nadie y a como me la sabía, no podía mandar a nadie, subí al banco y bajé con él en la mano.
Pronto me di cuenta que era un lápiz muy desgastado y padecía las mordeduras de propios y extraños que lo habían usado para sus fines inconfesables, para sus más íntimos crímenes y los públicos. Lo sé ahora, pero en aquel entonces me doctoré en rayas a diestra y siniestra. De aquellos años es mi casa imaginaria y la crónica de mi vida.
Con el lápiz taladré la pared. Hice un hueco oscuro en el drama del dibujo y del pensamiento. Con el mismo lápiz escarbé y saqué una coquena de la tierra bien de mañana. Tenía once años y escribía saliendo de la raya. Como un dibujo sin ojos.
La fascinación por los lápices me llevó a recorrer los aparadores de las papelerías, las tiendas donde junto a los borradores los exhibían por separado.
A un costado lucía el sacapuntas de fierro plateado para mayores señas. Y siempre, no sé ahora, había aquel que se paraba con el permiso del profe o sin el, a sacarle punta al lápiz.
Pasaba por los salones huyendo del olor a lápiz cuando ya era mi sustancia. Un tiempo fui lápiz rayando la banqueta, las paredes, los muebles de madera y algunas veces la tarea. Con el lápiz apretado, con la mano hecha puño escribí una carta de puño y mano. Manuscrita.
Después nada más yo entendía. Y qué bueno. Desde luego me confieso culpable remiso y anticipado. Digan dónde firmo, soy bueno para eso. Comienzo la carta por el final feliz que es el mismo. Lo difícil está en medio. En la herida que no cierra y tampoco borra. En el borrador que no escribe.
Es lápiz todo el instante de anotar un dato que dibuje un poema en los ojos. Con los ojos cerrados se escribe una noche. Es lápiz negro la oscuridad. Luego amanece con sólo una línea y un círculo en el oriente de la ciudad.
“Firme aquí” me dijeron junto a mi sentencia. El lápiz estaba sobre la mesa y era el mismo de siempre. De aquel día recordé la raya hecha y cómo el dibujo bajó al sur de la espalda.
Ví de nuevo la herida y con el mismo lápiz mordisqueado, al no haber pluma firmé con lápiz. “Firme aquí’ me repitieron, y firmé con él mi última sentencia.
Confesé también haber escrito esto que leyeron y haber hecho el dibujo que está sobre la mesa.
HASTA PRONTO
CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA
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— Expreso (@ExpresoPress) January 5, 2021